31.5.06

Bajo palabra
Cuando estaba en primer grado fui el primero de la clase en aprender a leer, pero hubo trampa porque yo ya leía un poco desde antes. Me gustaba tanto jugar con las palabras que con la maestra llegamos a un acuerdo insólito: yo iba a tener un cuaderno paralelo en el que ella iba a darme tareas para hacer y donde yo podría escribir, dibujar y pegotear todo lo que quisiera. A partir de cuarto grado, cada vez que hacíamos una redacción, mis cuadernos iban a la dirección, de donde volvían con una felicitación de la directora y un sellito azul de la escuela. A los diez años decidí que mi futuro estaba en las palabras y dije que iba a ser periodista. A los once, de la escuela citaron a mi madre para sugerirle que hiciera algo conmigo, porque bien estimulado podría llegar a algo importante (?).
A los 12 años, como muestra de la confianza que mi familia empezaba a tener en mí, me dieron plata para que me comprara, a mi elección, varias cosas que necesitaba: desde material para la escuela hasta zapatos y ropa de abrigo. Exultante, me fui solo al centro y me gasté toda la plata en libros. Recuerdo que en la bolsa de libros que traje había una antología de cuentos de Borges y una edición en tapa dura de Rabelais. Por supuesto, pasó mucho tiempo hasta que volvieron a dejarme administrar plata.
A los 17 años le recomendaba libros a la profesora de literatura de quinto, y cuando ella no los conseguía, se los prestaba. (Hubo uno que jamás me devolvió). A los 18 era crítico literario en un diario, que me parecía el trabajo soñado: me pagaban por leer y opinar sobre lo que había leído. A los veintipico, mientras hacía la Licenciatura en Comunicación, me di cuenta de que mi mundo era casi exclusivamente tipográfico y que ante un cuadro o una película era virtualmente ciego. Me fui a estudiar cine, hice seminarios de guión y empecé a ir al cine varias veces por mes. Cuando salía con M., que era profesora de piano con repertorio clásico, nos acostumbramos a ir al Colón casi todas las semanas.
Unos años después vi que no diferenciaba un Picasso de un Miró, así que empecé a hacer una Licenciatura en Artes en la UBA. Un tiempo antes había empezado a hacer fotografía como hobby. Y un poco más tarde empecé a pintar, con un entusiasmo que me duró poco menos de un año.
En una época en que tenía tiempo, podía leer un libro en un día. Hoy no voy a ningún lado sin llevar algo que leer, así que leo en subtes, taxis, salas de espera, ascensores, colas de banco y hasta por la calle, cuando me compro un libro que me interesa y voy leyendo las primeras páginas en cuanto salgo de la librería.
Supongo que el arte me gusta desde siempre porque es, sobre todo, expresión. Siempre creí que para todo lo que había que decir existía la forma adecuada. Allí estaba Flaubert con “le mot juste”, o estaban Beethoven o Vivaldi, y sino era posible recurrir a Van Gogh o a Matisse, y todo, absolutamente todo, podía ser dicho.
Estaba equivocado. Yo, que siempre encontré palabras para todo, leo el mail de P. que me acaba de llegar y sólo puedo encontrar un inmenso silencio.

29.5.06

Hoy, debate: por qué consumir rubias
La noticia de la tana disparó reacciones diversas entre los que me conocen. Están los que aplauden como si les hubiera hecho un gol a los ingleses (aclaro: de gol, todavía nada) y los que critican que ande otra vez atrás de una rubia que tiene todo lo que caracteriza a las rubias (no voy a extenderme en características intelectuales, morales y espirituales: todos ya saben de qué hablo).
Yo explico que hago lo único que puedo hacer. La mina que amo con toda el alma se me fue de las manos y ya me lamenté bastante. Si la vida nos niega amor, exijámosle belleza.
Cuando salía con Andrea (mi novia de los 21 años) solía quedarme observándola. Cuando dormía en su departamento de Juncal, me despertaba temprano a la mañana y me quedaba acodado en la cama viéndola dormir. Esa chica era un poema extendido sobre las sábanas. Su perfil, el brillo de su piel bronceada, las piernas largas y bellas, la delicada arquitectura de su cuerpo, todo eso no dejaba de maravillarme. Cuando se despertaba, Andrea perdía algo de hermosura: empezaba a quejarse porque se le hacía tarde para ir a retocarse el peinado y las manos a Giordano. Pero cuando estaba dormida era bellísima.
Uno de mis amigos más inteligentes me critica diciendo que no entiende que alguien que ha leído a Hegel ande con semejantes idiotas. Qué puedo hacer: la inteligencia me fascina, la ternura me conmueve, pero sólo la belleza me estremece.
Y, como decía Kundera, la belleza es el último consuelo de los que han perdido la esperanza.Los que la sepan disfrutar, que levanten la mano.

28.5.06

Forza, Italia
El evento es una de esas ocasiones pedorras en las que una marca de ropa muy cool decide invitar a periodistas a su local de avenida Alvear a un cóctel para presentar una nueva línea de productos. Suele haber periodistas de revistas fashion, cronistas de sociales, modelos, algún que otro gato y muchas, muchas señoras gordas (gordas en cuerpo, en alma, o en ambas cosas) que pertenecen al listado VIP de la firma.
Voy sin ganas pero con expectativas. Hubiera preferido irme a caminar por el puerto (es un atardecer hermoso, cálido y con el cielo lleno de colores increíbles), pero estoy acá, quiero creer que por una buena razón. Al rato de entrar -mientras saludo a alguna gente y simulo no ver a otra-, alguien desde atrás me agarra del brazo y me dice en el oído:
-No me llamaste, mascalzone.
Me doy vuelta y veo, en todo su esplendor, a la tana. Me sonríe y yo me pongo de todos colores. Apenas puedo tartamudear:
-Perdí tu número…
-Ah, pero mirá que sos scemi, eh. Vení para acá.
Me agarra del saco y me lleva a un pasillo lateral. Súbitamente recuerdo que P. me tironeaba así del saco y siento una oleada de nostalgia. Entre palmeras de interior y luces halógenas, nos paramos a charlar en un rincón. A nuestro lado pasan los mozos con las bandejas y dos o tres modistos de la casa, corriendo con los brazos llenos de perchas vacías.
Vuelvo a mirarla deslumbrado, como si la viera por primera vez. Carla tiene un escote alucinante, pero no quiero quedar muy baboso mirándola por debajo de la línea del cuello. Compruebo que su escote exalta los sentidos, pero además -y aquí empiezan mis problemas- tiene una sonrisa de esas que enamoran. Conversamos atropelladamente, superponiéndonos, tratando de no alzar la voz porque el evento ha comenzado.
Me entero de que tiene 26 años, detalle que ignoraba. No me gusta tener nada con minas que tengan más de 25, pero mientras la observo, le extiendo mentalmente un certificado de excepción. Al final de nuestra charla, me dice:
-Venite el sábado, que se hace un torneo de tenis intercountries. Mi novio juega y yo voy a tener que estar ahí.
Debo haber puesto expresión de asombro, porque en seguida agrega:
-Vos vení. No te preocupes por nada.
No es novia del hijo del empresario que mi amigo había dicho, sino de uno de sus socios. Me dice que no le pregunte por eso y yo le prometo que es la última pregunta que le hago. Busca un papelito para anotarme los datos del country. Va hasta un perchero, verifica que nadie la ve y arranca una etiqueta de un traje. Vuelve riéndose y me escribe las indicaciones al dorso de la tarjeta. Agrega su número de celular.
Dice que tiene que irse porque está ayudando en el evento. Nos damos un beso en la mejilla y, antes de irse, me dice:
-¿Sabés cómo se despiden en Italia los amigos?
Me veo venir el pico, así que sonrío y respondo:
-Mostrame.
Se acerca y me da un beso en la punta de la nariz. Luego se va, sonriendo con malicia.
Diez minutos después, me rajo del evento, feliz por haber ido. Yo tenía el dato de que ella hacía un año había trabajado para esa firma y era probable que estuviera. Por esta vez, la suerte me acompañó.
Me alejo caminando hacia el Bajo. Sé que esta mina me va a embocar, pero en este momento no me importa. Sé que nunca va a funcionar: yo tan San Telmo, ella tan Palermo Chico. Yo tan fanático de las sonatas de Schumann, las sinfonías de Beethoven y los clásicos inoxidables del rock; ella con sus horrendos CD´s de tecno dance. Yo tan cronopio, ella tan fama. Esta historia me va a fascinar al principio y me va a costar caro después. Lo sé y no me importa.
Recuerdo un poema de Whitman que decía que el fulgor de una estrella es más convincente que cualquier razonamiento. Una vez más, elijo no pensar y avanzar a tientas, mientras me alejo por Alvear con las manos en los bolsillos, mirando las estrellas que empiezan a salir sobre el puerto.

26.5.06

Mi última drunk night (II)
(Continúa del post anterior)
Mientras bajaba la escalera noté con espanto que me resultaba difícil calcular la distancia de los escalones. Esto me llevaba de la categoría etílica b) a la c). Pensaba en los vasos de vodka que aún tenía por delante y tomé la decisión más dolorosa de la noche: al llegar al primer piso, en vez de enfilar para el salón donde se hacía la fiesta seguí de largo hacia la calle. Por esa noche, ya había sido suficiente.
Caminé con paso inseguro hasta la esquina y tomé un taxi. Estaba convencido de que mi ingreso al vehículo había sido de una dignidad irreprochable, pero el chofer me desengañó muy rápidamente. En cuanto me senté, me miró fijo por el espejo retrovisor y dijo:
-Te pido una sola cosa: no vomites en el auto.
Ni siquiera le respondí. Dije dónde quería bajarme y bajé la ventanilla para recibir el viento en la cara. Cuando el taxi se detuvo en la esquina, pagué y me bajé. Recién entonces me di cuenta que había dado la dirección de mi oficina en vez de la de mi casa. Por entonces, mi oficina quedaba a cuatro cuadras de mi departamento, de manera que hice la caminata insultándome en arameo. Dentro de esa noche deplorable, la única decisión sensata había sido volverme a casa. Desde entonces -hace tres años y medio-, no volví a tomar ni una gota de alcohol. A la chica Cosmo me la volví a cruzar casi un año después, en un evento al que había ido con C, de manera que no me pude acercar a hablarle. Sólo nos sonreímos de lejos.

24.5.06

Mi última drunk night
La fiesta de fin de año de revista Cosmopolitan puede ser un gran plomazo o una oportunidad de oro. Si uno anda buscando alguna chica Cosmo para amenizar sus días, es más lo segundo que lo primero. Hace tres años, ésa era mi situación y decidí darme un baño de glamour en la fiesta, a la que me invitó una amiga que trabaja en la agencia de prensa que colabora con la editorial.
En cuanto entré me ofrecieron un Rutini añejo y junto a la primera copa se acercó un tipo a conversar. Era un periodista de un canal rosarino y -por su charla, que no tardó en marearme- parecía ser el especialista en agro del noticiero. Habló de cultivos y cosechas hasta que comencé a sentir que me empezaban a crecer plantas de soja en las orejas. No podía escapar de su conversación torrencial y, para ir aligerando la parrafada de mi acompañante, me puse a probar todo lo que había en las bandejas que cruzaban enfrente mío. A medida que iban pasando los vasos, entendía menos lo que me decía mi interlocutor, pero no me preocupaba: hacía rato que le estaba dando la razón en todo.
Poco después la chica Cosmo apareció, y me lancé tras ella. Después de conversar trivialidades durante algunos minutos, convinimos que yo buscaría algún lugar tranquilo donde sentarnos a charlar y ella conseguiría más bebidas en la barra.
Subiendo escaleras, llegué a la terraza del petit hotel donde se hacía la fiesta y me perdí. Enredado en cables de teléfono, noté por primera vez que había bebido demasiado. Traté de hacerme el auto test etílico, sumamente recomendable cuando uno ha tomado de más en ocasiones sociales. Según los resultados que uno observa en sí mismo, las categorías del test son: a) gracioso y encantador, b) ligeramente achispado, c) empinó de más el codo, d) quédese a vivir en el ridículo, porque de ahí ya no vuelve, e) categoría Horacio Guarany, es decir borracho perdido.
Calculé que estaría en categoría b). Una señal de alarma se me encendió en el cerebro: la chica que estaba conmigo me esperaba con vodka. Eso me haría saltear todas las escalas y aterrizar directamente en el nivel Premium: ya me veía entonando zambas en medio de la fiesta.
El contexto Cosmo no ayudaba, pero intenté pensar. Invocando al espíritu de Hegel traté de razonar la situación: estaba a un paso de pasarme de rosca con una mina que me invitaba a seguir bebiendo. La situación era riesgosa y tentadora. Aspiré profundamente el aire de la noche, tomé una decisión y bajé las escaleras.
(Continúa en el post de mañana)

22.5.06

Feedback
El teléfono suena mientras estoy dormido y el timbre me taladra la cabeza. Puteo porque ese aparato, que en mi casa siempre está desconectado (desenchufado del cable, sin contestador ni nada así nadie joroba), ahora está arrancándome de un profundo sueño. A los manotazos busco el tubo y respondo.
-Hola.
-¡Levantátela, boludo!
-¿Eh?
-¡Bajale la caña! ¡Y de paso decile que traiga una amiga!
Reconozco la voz de mi amigo Julián pero no se de qué hostias me está hablando. Le pregunto si es él y, luego, de qué me habla.
-De la tana, gil. Lo pusiste en el blog. La del sábado.
Hace como dos meses que no hablo con Julián, pero ha leído acá que el sábado conocí a una italiana y no tiene mejor idea que llamarme a las ocho de la mañana para decirme que me la enganche y de paso que consiga una amiga para él.
Le explico entre bostezos que la mina tiene novio, que el flaco es millonario y que no pasó nada. Sostiene que si me dio el teléfono hay esperanza. Y ya que está, se pone a elogiar la performance sexual de las italianas. “¡Que traiga otra tana y salimos los cuatro!”, grita.
Me lo saco de encima como puedo y le digo que ya le voy a avisar si pasa algo. Se despide entre recomendaciones: “No dejes de trabajar en ese tema, eh, no me vayas a abandonar ese proyecto porque te mato”, dice. En su léxico, una mina suele ser un proyecto, un emprendimiento o un trabajito.
Me quedo en la cama, mirando el techo. No me imagino trampeando con esa mina. El novio debe tener hasta guardaespaldas: ya veo que aparezco flotando en el Riachuelo. Y veo la noticia en Crónica TV: “Encuentran cuerpo degollado y con los genitales puestos de bufanda”. Esta historia tiene destino de placa roja. Más vale no apurar el asunto y que el tiempo deje decantar las cosas. Por otro lado pienso (fuck: es inevitable) que P. con sus 91-60-90 podría competir exitosamente con el lomo de la tana.
Mientras desayuno, chequeo los mails de mi casilla personal. Hay uno que viene firmado por mi amigo Andi y que sobresale por su título: “Winnerrrr!!!!”.
Esto del blog está llegando demasiado lejos.

21.5.06

Saturday night
Mi amigo Guille ya no sabe cómo hacer para obligarme a salir de casa. Me cuesta hacerle entender que en vez de asistir a una reunión aburrida con gente ídem, prefiero quedarme leyendo a Faulkner. No te cambio un párrafo de Faulkner por una charla con alguna de tus amigas de Recoleta, argumento. Eso está bien, dice, pero mis amigas tienen buenas lolas y Faulkner no. La alusión glandular echa por tierra mi resistencia y acepto ir a la fiesta de una amiga suya a la que vi un par de veces.
El sábado llego tarde y malhumorado a la fiesta. Guille me agarra de un brazo y me va presentando gente. Mi malhumor va en franco aumento. Me quedo conversando con una morocha de bronceado impecable que no es de cama solar (¿cómo hará?). Para ir testeando el terreno le pregunto qué música le gusta. Pone los ojos en blanco y sonríe beatíficamente. Por la expresión imagino que me va a nombrar a Schumann, como mínimo, pero dice:
-Me flashea Arjona.
Descartada.
Al rato hablo con otra, que es amiga de una amiga. Sorprendentemente, parece tener alguna referencia mía y me nombra un artículo que escribí el año pasado. Me apoya la mano en el antebrazo y dice:
-Ay, escribís precioso.
Descartada.
Escucho fragmentos de conversaciones intrascendentes mientras tomo agua mineral. No quiero ponerme mordaz. Si dejo escapar comentarios ácidos sobre lo que oigo, la fiesta termina en trifulca y no es la idea.
Rescato entre el montón a una rubia que habla con acento italiano. Me acerco y me entero de que es una modelo que vino de Italia hace dos años para hacer unas gráficas de un shampoo y se quedó a vivir acá. Compruebo que, efectivamente, es una chica estilo L´Oreal.
Hace unos años atrás yo andaba correteando a una italiana y me había parecido divertido aprenderme algunos poemas de Borges en ese idioma para decírselos. A la mina no me la pude enganchar pero los poemas me quedaron en la cabeza. La tana de ahora se llama Carla y es simpática. Admira a Pavese y ése es un buen punto de partida. Por la ventana se ve la noche fría y arriba la luna, indiferente. Se la señalo y le digo “C´é tanta solitudine in quell´ oro. La luna delle notti no é la luna…”.
Carla se sorprende y sonríe. Nos sentamos a conversar en unos sillones apartados. Nos levantamos casi dos horas después. Me duele la cabeza y quiero irme a casa. Ella me anota su celular en una servilleta. Conversamos cordialmente y -creo- nos caímos mutuamente bien. Nada más.
Le aviso a Guille que me voy. Sale conmigo al pasillo. Mientras hablaba con la tana, lo vi observarme. Me pregunta:
-¿Sabés de quién es novia esa mina?
-Ni idea.
-De HG. -nombra al hijo de un empresario que sale en las revistas y de quien se dice que es dueño o accionista de una agencia de modelos. Cagué, pienso.
-Ah, bueno. Gracias por el dato.
-Te lo digo para que sepas y no pierdas el tiempo. Mientras vos le hablás de literatura el otro la lleva a pasear en su yate de dos millones de dólares.
-Entendí.
Al irme, dejo atrás con alivio la música de la fiesta. Tengo la servilleta con el teléfono en el bolsillo y me pregunto si llamarla en unos días. Mientras camino hacia Las Heras buscando un taxi, recuerdo una frase de Borges que me hace sonreír: las únicas causas en las que se enrola un gentleman son las causas perdidas.

19.5.06

Mundo blog
Mañana este blog cumple 15 días de vida. Lo inicié dos sábados atrás, en una tarde en la que estaba deprimido y me había puesto a leer textos online. El 1-2-3 de Blogger logró que en diez minutos tuviera mi blog funcionando. Al día siguiente ya tenía mensajes en los comments, y al cuarto día, cuando instalé el counter, comprobé con asombro que había un promedio diario de 120 a 140 visitas, que se mantiene desde entonces.
Ahí surgió una costumbre nueva: escribir todos los días, antes de irme a dormir, un breve párrafo que a veces eran cosas que había pensado durante el día o pequeñas historias cotidianas que había vivido. Subir el texto al blog antes de irme a dormir fue una costumbre que, junto al cepillado de dientes y a la organización de los papeles del día siguiente, se hicieron hábito. Y a veces, es una sorpresa ingresar a la página a las 7 de la mañana y encontrar uno o dos comments.
También me acostumbré a la lectura de los “blogs amigos”. Cada mañana, hay que leer Clarín, Nación, Página, y cuatro o cinco blogs de gente a la que uno aprendió a conocer. En algunos casos, he leído sus posts de hasta tres años atrás, y es posible saber de sus parejas anteriores, de sus mudanzas, sus cambios de empleo, sus fobias y sus aspiraciones. A veces uno sabe cómo preparan su desayuno, cuáles son sus pesadillas recurrentes o cómo ordenan su placard. ¿A cuántos amigos de la “vida real” conozco de esta manera?. Creo que a ninguno.
Escribí en el blog sobre lo mal que me sentía por mis problemas con Patricia. Increíblemente, hubo gente que me contó historias parecidas, me dio ánimo, me envió poemas propios o me dio consejos. Es más de lo que nunca hubiera imaginado.
A veces miro la lista de ingresos al sitio. Me sorprende que todos los días desde Osaka, Japón, alguien lee el blog. También alguien desde Canadá, y de New York, Italia, Chile y Uruguay. Leo detenidamente los blogs más interesantes, y me sorprende la cantidad de talento y creatividad que encuentro. Leo a gente que escribe brillantemente y podría estar publicando sus textos si alguien los animara a hacerlo. O si algún editor supiera ver que en muchos de esos blogueros hay buenos escritores en germen. Y al recorrer blogs me encuentro una y otra vez con las mismas personas: he visto en blogs literarios de la otra punta del mundo a los mismos visitantes que me escriben comments acá.
Supongo que un blog es la manera posmoderna de lanzar una botella al mar. A fin de cuentas, todo se reduce a mandar un mensaje y ver si del otro lado hay alguien que lo escuche. Y a veces, a contramano de lo que uno espera, descubre que del otro lado hay alguien que escucha y responde.

18.5.06

Ouch!
Mi desorganización sigue siendo motivo de comentarios maliciosos en la oficina. Anoto cuidadosamente todos los compromisos del día en mi agenda para no olvidar nada, y al rato olvido dónde había dejado la agenda. Guardo el planner del día en un archivo en la computadora, y rápidamente olvido en qué carpeta lo grabé.
Recurro al Post-It, y pego papelitos en el monitor, el teléfono, el vidrio de la ventana y hasta en mi taza, así cada vez que voy a tomar un sorbo de té recuerdo que a las 16 tengo que salir para una reunión. Hace unos años, mi asistente, Valeria, había optado por escribir los compromisos importantes en un Post-It, ingresar a mi oficina y pegármelo en la frente.
De a poco, mi agenda ha sido reemplazada por docenas de papelitos de todo tipo y tamaño, donde conviven desde las cobranzas que hay que hacer hasta el nombre del bactericida que me recomendaron para la palmera que tengo en el comedor y que se está infestando. Ese caos de papeles es mi verdadera agenda; en la Citanova tengo frases sueltas de Picasso y dibujitos surrealistas.
Hoy, al ingresar, abro la ventana de la oficina y se vuelan los papelitos sueltos que hay sobre mi escritorio. Facturas para rehacer, pagos por reclamar, llamados de suscriptores, presupuestos para completar y recortes de diario se alejan en un feliz remolino. Junto con las manos el papelerío, hago un bollo y lo amontono en un rincón. Hoy voy a olvidarme de la mitad de las cosas, pero tengo la excusa de que tuve un problema de agenda.

17.5.06

10 AM
Me siento frente a la computadora sin ganas de hacer nada. A lo lejos, tras el vidrio de la ventana, el río y los veleros son un poderoso atractivo visual. Me quedo mirando la lejanía y dejo correr los minutos. Dos veleros, un Buquebús y un barco carguero se mueven lentamente mientras los miro. Estaría bueno que chocaran, aunque sea para ponerle un poco de emoción a la mañana.
No tengo ganas de escribir ni de editar. Hay que titular la nota de tapa de la próxima edición y no quiero pensar. Sé que algún día voy a titular con una gran puteada que abarque toda la tapa de la revista. Ése será mi último día como editor, y no me va a importar (pero quién sabe, tal vez a los lectores les encante y hasta me gane un Premio Pulitzer of Journalism). Tengo el Pagemaker abierto y miles de correcciones sin terminar. Me niego a seguir, así que pongo save changes y close. Chan, dice la máquina. Debo haber guardado algo mal pero no voy a permitir que me preocupe.
Me recuesto en la silla y pienso. Recuerdo a un amigo de la facultad. La novia lo había dejado en medio de una ruptura traumática y el pibe se puso a escribir poemas. Tantos, que hizo un libro completo sobre su separación. Lo tituló “Los ritos del abandono”, lo hizo imprimir y salió a venderlo por bares, pubs y plazas. Era una edición bastante digna y vendía a cinco pesos cada libro. En un par de meses agotó la tirada de mil ejemplares. Con sus recorridas por bares alternativos, pubs bluseros y cafés universitarios creo que hasta consiguió novia.
Se viene el poemario, pienso. Luego el merchandising. Corazoncitos rotos de estética kitsch que se venderían bien en Todo Moda.
Vuelvo a la computadora, abro el Pagemaker y me pongo a trabajar.

16.5.06


Visitando a Mr. Rembrandt
La reunión había terminado antes de lo previsto y yo tenía tiempo libre antes de encontrarme con una persona en el Hard Rock de Recoleta. Tenía casi una hora y pensé en sentarme en una plaza a tomar sol y leer un libro de Beckett que llevaba en el portafolio. De pronto recordé que estaba a pasos del Museo Nacional de Bellas Artes y decidí entrar a hacerle una breve visita a Rembrandt.
Hacía casi un año que no veía esos cuadros de la planta baja y era imperioso volver a mirar esa superficie tersa, con el polvo acumulado de cuatro siglos y aún así con su belleza intacta. El rumor lejano de ciertas clases de mi Licenciatura en Artes me vino a la cabeza cuando estuve frente al cuadro: Rembrandt, el que pintaba sombras y lograba cuadros increíblemente luminosos, el anciano extravagante y genial, el que veía más allá de las formas, el de los cuadros metafísicos, el solitario, el indescriptible. El Rembrandt de la sensibilidad exquisita, el que desnudaba un alma con sólo dibujar un rostro, el de los pincelazos como puñaladas, el que usaba los colores hasta hacer que los cuadros tuvieran voz propia y fueran un grito colgado en la pared.
Hay que mirar un cuadro de frente y en silencio. Si sentís que el cuadro te está mirando a vos, estás ante una gran pintura. Lo decía mi admirado profesor de Plástica Contemporánea en Filo. Siento que Rembrandt mira mi traje oscuro, mi corbata y mi portafolio lleno de presupuestos, financial plannings y estimaciones de resultados. Supongo que desaprueba lo que ve. En la sala vacía y silenciosa, la voz de mi conciencia se pone a gritar. Me obliga a completar la licenciatura en Artes que hace un año interrumpí por falta de tiempo para cursar. Sé que está mal visto que un periodista que escribe sobre business & corporate haga una licenciatura con especialización en Plástica, pero en mi vida ya hice muchas cosas mal vistas, y ninguna me hizo tan feliz como esta.
Está bien, maestro Rembrandt, lo prometo. Pronto nos reencontraremos, usted y yo, en las aulas de Puán.

14.5.06

Ah, la femme
La mente femenina es inescrutable. Tal vez porque en estos días estuve pensando en el tema, recuerdo algo que me pasó hace un par de años. Yo había salido con C. casi tres años, y había llegado al punto desolador en que uno descubre que no puede esperar nada de esa persona ni de esa relación. Para mi desgracia, C. parecía no haber llegado a la misma conclusión.
Con toda la ternura de que fui capaz le expliqué que no le veía futuro a la relación y que sería una decisión madura separarnos para ser, tal vez, amigos. Lo tomó con una serenidad que me asombró. Nos despedimos bien, diciendo que al día siguiente nos llamábamos temprano. Pero ella se fue a su departamento y se cortó las venas. En cuanto lo hizo, llamó por teléfono a su psicólogo, que vivía cerca y estuvo allí en diez minutos. Un gran gesto wagneriano. De más está decir que sin consecuencias.
Sin embargo, su psicólogo, su hermana, sus padres y hasta su gato me miraban con odio. Yo me sentí horriblemente mal y traté de acompañarla. Poco tiempo después, la separación pudo hacerse definitiva sin mayores contratiempos: apenas una crisis de llanto en la puerta de mi edificio y poco después el mal momento que le hizo pasar al portero, al que encontró casualmente en la calle y se le acercó para preguntarle por mí y sobre todo averiguar si yo llevaba chicas a mi departamento. Segunda crisis de llanto (en la vía pública, encima), que el buen hombre aplacó como pudo.
Le había dejado claro a C. que podía contar conmigo para lo que fuera necesario, y que siempre iba a estar cuando me necesitara. Lo dije sinceramente, además. Pero no tuve más noticias de ella y me imaginé que estaría en alguna otra historia, contenida y acompañada, y eso me alegró.
Hasta que un año y medio después recibí un furibundo mail suyo. No habíamos tenido ningún contacto, de manera que mi estupor fue absoluto. Me decía las peores cosas, combinando los insultos más soeces con términos tomados de la novelística decimonónica.
Lo peor de salir con una mina que estudia Letras es que, cuando te insulta, te tira el diccionario de la Real Academia por la cabeza. Esta chica combinaba alta y baja cultura, lo popular y lo académico, en un párrafo que hubiera hecho las delicias de Umberto Eco. Incluso era posible rastrear la raíz balzaquiana de algunos de sus improperios.
Recuerdo que entre otras atrocidades me acusaba de no haber leído a Pynchon ni a DeLillo (!). Por entonces yo estaba leyendo a Jonathan Franzen (mi descubrimiento narrativo del momento), de manera que había dejado muy atrás a esos autores.
Recurriendo a toda la paciencia y la ternura que encontré, le respondí con un mail calmado y sinceramente apenado por reencontrármela así. Mi estúpido deseo de ayudar salió a flote otra vez y le dije que si estaba pasando un mal momento contara conmigo.
Grave error. Horas después recibí otro mail, completamente desaforado. Aquí el desborde era evidente, y ya caía en serios errores estilísticos. Hasta de sintaxis. Ahí sí decidí ignorarla. Bloqueé su mail en el filtro de mi casilla, de manera de no tener más noticias suyas. Ya era demasiado. Si me van a insultar, que al menos lo hagan con estilo.

12.5.06

Hello, Robinson
Los fines de semana me agarra el síndrome Crusoe. El sábado bien temprano a la mañana voy al super y compro víveres para varios días. Mi yogur, mis cereales, mis frutas y verduras, mis milanesas de soja, mis medallones congelados de merluza y espinaca, toda la basura naturista que como habitualmente. Además (para compensar), chocolates, barras familiares de Mantecol marmolado, alfajores artesanales de fruta, un par de quesos y mucho pan de cereal. Al volver paso por el kiosco y compro la Ñ (me he enterado que la intelectualidad cool, encabezada por Guillermo Piro, la rebautizó “Ñoña”), y a veces Le Monde o la Rolling Stone. Vuelvo a casa y me aíslo. Para profundizar los resultados, desconecto el teléfono (así ni siquiera permito que me dejen mensajes) y me niego a bajar mails de las tres casillas que uso.
A partir de entonces, tengo 48 horas para dedicarme a escuchar a Beethoven, releer a Tolstoi o a Henry James, tomar sol leyendo junto al ventanal, leer revistas literarias francesas en internet y mirar el río desde la ventana. A veces hago desde allí fotos del crepúsculo, si el cielo tiene colores interesantes. También miro muchas películas viejas: sobre todo de la nouvelle vague y las películas italianas de los años 50 y 60. Los sábados al atardecer salía a hacer mi tour cultural por las librerías de Corrientes, recorriendo la avenida de punta a punta, y volviendo a casa con cuatro o cinco bolsas de diferentes librerías. Un par de años atrás iba al teatro San Martín, que los sábados a la tarde tenía programación de música clásica con orquestas de cámara. Ultimamente no hago nada de esto.
Una vez le preguntaron a Bioy Casares dónde le gustaría que lo encontrara el fin del mundo. Respondió que cuando ese momento llegara le gustaría estar en la oscuridad de un cine, disfrutando una película. Supongo que es lo que estoy intentando hacer en estos días. Elijo leer, ver cine, escuchar música y dejar que el mundo, afuera, se caiga a pedazos.

10.5.06

Dogville
En la cuadra que atravieso para ir todos los días a mi oficina hay un perro que pertenece a un garage y siempre está en la vereda. Es un perro joven, oscuro, de aspecto ordinario. Siempre está tirado en la vereda, dormitando al sol. Cada vez que paso a su lado lo saludo.
Durante un mes el perro me ignoró. Siempre lo encontraba con la vista entrecerrada, abandonado al placer de tomar sol en una cuadra tranquila de San Telmo. Es un perro meditabundo, de mirada introspectiva. Casi me siento culpable por interrumpir sus reflexiones con mis saludos. Estoy seguro de que ese perro nos engaña a todos y de que cuando nadie lo ve, lee a Thomas Mann.
Hoy a la mañana me vio venir desde lejos y se incorporó. Cuando pasé a su lado me saludó moviendo la cola. Estos días son tan grises, que esa mínima alegría me puso contento. Luego pensé que tal vez el perro también estaría pasando una mala época. Quizá su novia perruna se le fue. Tal vez ella consiguió una beca para estudiar en el exterior algo como, pongamos, Técnicas de Ladrido, y se las tomó. Pobre perro. Cualquier día me voy de copas con él.
A los amigos que leen esto
Este es un blog muy nuevo. De hecho, lo puse online el sábado pasado, de manera que tiene apenas cinco días de vida. Pero he visto con sorpresa que mucha gente se acercó a leerlo, y que varios de ustedes me dejaron mensajes muy generosos. Me emociona ver que gente que no conozco me diga esas cosas, o que me mande poemas, o que me cuente por mail cosas muy personales. Para mí, que trabajo como periodista y editor, pero que en mi trabajo estoy obligado a escribir sobre economía, negocios y empresas, este blog es un espacio de libertad donde doy rienda suelta a mi amor por la literatura, y es una ventanita por donde ingresa aire fresco a mi vida. Gracias a todos los que vienen, mil gracias a los que dejan mensajes, y a todos quiero proponerles hacer intercambio de links, así ustedes tienen mi sitio linkeado y yo tengo el suyo, y esta ventana por donde corre aire libre se hace cada vez más grande. A Lolamaar e Ignacio Molina, los primeros en hacerlo, muchas gracias. Y a todos los que desde ahora quieran prenderse, les agradezco y avísenme cuando pongan el link de Sur Interior, así vamos linkeando nuestros sitios. Un saludo a todos.

8.5.06

Post mañanero
A las seis de la mañana todavía es de noche. Me levanto rápido para no darme tiempo a arrepentirme: hoy es un día de aquellos y más vale empezar rápido. Una ducha breve, un té cargado, y preparo la carpeta con los papeles, chequeo la agenda con la lista de indispensables del día y meto en la mochila lo que voy a necesitar. Mi oficina queda a una cuadra y media de mi casa: tengo unos 180 pasos entre una y otra, y eso es lo mejor de mi trabajo. A las siete y pico, cuando los primeros chicos de la escuela que hay a la vuelta pasan con sus guardapolvos blancos, yo estoy entrando a la oficina.
Hoy he leído en el diario que murió Alejandra Boero, la gran actriz que dedicó casi 60 años de su vida al teatro. No significa mucho para mí como actriz, pero su nombre me trae resonancias: ella fue una de las primeras entrevistas que hice en mi vida.
Hace más de 10 años, cuando tenía 18 y empezaba a publicar artículos en el suplemento cultural del diario, me mandaron a hacer una nota sobre escuelas de teatro y ahí la conocí. La recuerdo sonriente, de cara empolvada, de rostro arrugado pero con una sonrisa luminosa que le quitaba 30 años de encima. Me recibió en una sala donde había un cartel con un párrafo de Sábato copiado a mano. Fue cordial, incluso tierna. No me intimidó ni su edad, ni su prestigio, ni sus citas de Chéjov, y supongo que pudo haberlo hecho.
Yendo en el subte hacia mi primer compromiso, se para al lado mío un tipo de campera astrosa, barba de tres días, pelo cortado al rape y jeans rodilludos. Tiene toda la pinta de la gente que hace trabajos manuales, que repara cosas de la casa, como calefones o cañerías. No sé por qué lo imagino electricista. Hasta que el tipo saca de uno de los gigantescos bolsillos de su campera (que yo imaginaba llenos de destornilladores y cables) un libro de Mishima. Si hubiera sacado un misil antiaéreo, mi sorpresa no habría sido mayor. Un libro de un autor tan sofisticado me obliga a repensar todo lo que he visto del sujeto. En vez de ser un electricista debe ser un intelectual de élite, vestido con una campera anti-sistema y una pilcha que expresa su rebeldía contra el consumismo. Bien por él.
A dos metros hay una chica de unos 22 años. Camperita muy patio Bullrich, zapatos al tono, gran bolsa de cartón que dice Vitamina, jeans de buen corte y ajustadísimos. Está bien de donde se la mire, aunque en su cara tiene un gesto amargo. De la bolsa Vitamina saca un libro: “Rebecca” (así, con doble C, como para darle un toque de mayor exotismo). La novela tiene un subtítulo: “Un amor imposible, una pasión incontrolable”. Tiene toda la pinta de las novelitas rosas donde las protagonistas se llaman Jennifer o Catherine y se enamoran de tipos musculosos que siempre las desnudan en una playa donde hay palmeras. La flaquita se me cayó del Patio Bullrich a un outlet de Morón.
Durante la mañana tengo que dar unas vueltas por Palermo Hollywood. El barrio está ligado a mi vida cotidiana de hace 10 años, cuando no era ni Hollywood ni Soho ni nada, donde se podía tomar cerveza con maní en el bar Crónico hasta que amanecía (y siempre había buena música), donde era posible ir solo para volver acompañado, y también había un barcito que tenía fotos de Cortázar y un tablado flamenco, que servía unas hamburguesas completas que devorábamos con Maisa cuando llegábamos muertos de hambre después de una maratón erótica en su departamento.
Paso por la esquina donde había un bar donde una vez nos agarramos de las manos y conversamos toda la noche sin soltarnos, mirándonos a los ojos y sintiendo que, pasara lo que pasara, esa noche iba a ocupar un lugar en nuestras vidas. Hoy en ese lugar hay una casa de decoración. Paso por la plaza donde una madrugada de verano lo hicimos sobre el césped y después nos quedamos tirados panza arriba esperando que amaneciera. Ahora la plaza está llena de rejas. El barrio está cambiado: se ven demasiadas casas recicladas, demasiados autos caros, demasiado traperío de marca. ¿Dónde habrán ido a parar los chicos y chicas que hace 10 años iban a la placita con sólo diez pesos en el bolsillo y una sonrisa en la cara, y eso alcanzaba para conocer a alguien y vivir una noche memorable?. Tal vez algunos se habrán refugiado en San Telmo, en los pocos pubs sin pretensiones que van quedando. O tal vez ya nadie sale un sábado a la noche confiando en su buena suerte y en unas pocas monedas.

6.5.06


Cómo ser un playboy por una noche (Crónica de glamour porteño)
La rubia que está a mi izquierda intentó convencerme miles de veces desde la tele de que compre Actimel. A la morocha que está a su lado la tengo vista de una publicidad de Pepsi. En la barra de enfrente, la negrita preciosa que hace un par de meses salía en el comercial de Isenbeck está aferrada con entusiasmo a una botellita de Quilmes. Así de irreal es esta noche en la fiesta de revista Playboy.
Puerto Madero, noche cálida, restaurant modernoso y caro, seudoestrellas del jet set local, gente que aspira a ser famosa, gente que aspira a llevarse un souvenir esta noche, gente que va al baño y simplemente aspira…todos estamos acá, juntos, revueltos y acalorados. Pero es la Playboy Party y esta mañana le confirmé a Valeria, la chica de prensa, que iba a venir. Dejé atrás mi bajón anímico y mis planteos existenciales para asomar la nariz en este mundo de brillantina, siliconas, colágeno y tinturas flúo.
Está Lito Vitale, porque su hija Emme es la chica de tapa en esta edición de Playboy. Lo vi parado a dos metros de mí, pero no me dio para preguntarle qué se siente con tener una hija con tan poco talento pero con tan buen culo. Hay pocos famosos grosos, pero mucho notero de TV, muchos fotógrafos, modelos, chicas fáciles, gatos con tarifario inaccesible, jovatas vestidas en Kenzo, y sobre todo mucho yuppie cool con la cabeza rapada, trajes de Armani y celulares que parecen naves espaciales en miniatura.
En el amontonamiento veo a una mina con la que hace tres años tuvimos un roce furtivo. La veo, me ve, y hacemos como si no nos conociéramos. Voy a la barra a pedir agua mineral: no hay Perrier ni Evian. Me ofrecen una simple Villavicencio con gas y la acepto. De la cocina surgen bandejas con saladitos fragantes y al rato aparecen unas pizzetas que despiertan fervor en la multitud. Pregunto si hay algo con harina de salvado y me dicen que no. Una moza simpática dice que va a buscarme algo con harina integral. Al rato vuelve diciendo que no hay nada de eso pero me deja una bandeja de mini-pizzas al lado. Mordisqueo un par y pido una Pepsi Light. Veo al notero de Duro de Domar. Nos ponemos a charlar: en persona tiene menos cara de loco que en la tele y es simpático. Le pregunto quién es Edgar, el personaje enmascarado de su programa. “Los primeros días lo hacía Gvirtz, ahora pusieron un extra”, dice. Nos quedamos un rato hablando: por el aliento, el pibe se bajó no menos de quince cervezas. Mientras habla está atento a ver si aparece alguna celebridad a la que entrevistar. Poco después pasa el notero de CQC, el pelado, agarrándose los pantalones y preguntando dónde hay un baño.
Hay un pequeño revuelo de cámaras y micrófonos cuando llega Emme, la chica de la noche, cuya tapa estará desde mañana en todos los kioscos. Menudita, inquieta, sonriente, mira para todos lados tratando de que las cámaras la tomen bien desde todos los ángulos. Es muy linda de cara.
A mi lado hay tres aspirantes a famosas que se han tirado el placard encima y buscan algún tipo famoso (o al menos con guita) que las saque de esa fiesta y, tal vez, del anonimato. La música me está matando: no sólo el menú es flojo, sino que además nos están agrediendo con toda la discografía de Jennifer lopez, J-Lo o como se llame ese subproducto del marketing latino. Salgo afuera, a tomar aire al río y encuentro un yuppie cuarentón que organiza una partuza a los gritos desde su celular. Pide para esa misma noche “el lugar de siempre y dos chicas”. Cinco años atrás, hubiera buscado la manera de sumarme a la fiesta. Hoy sólo busco la manera de volver a casa sin demasiados contratiempos.
Gaby Alvarez anda paseando su look por toda la fiesta. Me maravilla lo que logra hacer con su vestuario: combina ropa carísima para terminar vestido como un cartonero, con jeans deshilachados, remeras encimadas y puloveres que se dejaron de usar hace 30 años.
Encuentro un montón de caras que tengo vistas en algún lado, pero que no puedo identificar. Supongo que serán modelos de ropa, bebidas, golosinas, autos y electrodomésticos, y que habré visto sus caras en revistas, publicidades de TV y carteles de vía pública. Veo que muchas de esas diosas etéreas, vistas de cerca, cobran una humanidad menos glamorosa. La mayoría de esas chicas son casi lindas (tanto plástico encima les juega en contra), gran parte de ellas son casi famosas, y definitivamente son todas algo menos que humanas.
La noche no da para más. Valeria está de pie en la puerta, saludando a las seudo celebridades que van llegando. Mi touch (que sigue estando muy linda) ha desaparecido por ahí. Cuando me voy, en la puerta me dan ejemplares de la revista: es una oportunidad para llevarme la colección completa, ya que nunca la compré. Salgo a la noche con las revistas bajo el brazo, preguntándome si tirarlas en un cesto de basura. Decido llevármelas. Después de todo, algunos artículos parecen interesantes.

Not only rock and roll
(Escrito el 24/2/06)
Anoche fui otra vez a ver el recital de los Stones. Es la quinta vez que los veo en vivo: los vi una vez en su gira de 1995, dos en 1998, y esta vez fui a los dos conciertos que hicieron en Buenos Aires. Natalia no me acompañó, y estuve feliz de ir solo en vez de pasarme la noche explicándole por qué la banda revolucionó la música de los 60 recurriendo a la base más profunda del blues. Como beneficio adicional, pude canjear mis dos invitaciones de prensa -que eran ambas para la misma fecha- por dos pases para conciertos diferentes.
El ingreso al estadio fue un show aparte, condimentado con el sabor del peligro: en el primer recital, pude ver cómo unos pibes parados en la cola a dos metros de mí saqueaban bolsillos ajenos con una maestría que nunca he visto. Más adelante, justo antes de entrar, la cola que empujaba para pasar por los molinetes repentinamente invirtió su dinámica y empezó a correr alejándose en estampida de las puertas de ingreso. Por lo visto, un malón de chicos intentó colarse recurriendo a una técnica rugbier, todos encadenados por los brazos y embistiendo contra los patovicas del control de entradas, que los repelieron a patadas. En el medio quedábamos los que, entrada en mano, esperábamos que terminara la gresca para ingresar. Pronto se vio que tener la entrada en la mano era altamente riesgoso: a varios de la cola les pegaron un par de piñas y les arrebataron el ticket. Vi un par de casos de histeria atribuibles a este incidente.
Adentro todo era expectativa, nerviosismo y colados. Era gracioso ver a chicas muy Barrio Norte, de pie con sus camperas Armani y observando el escenario a través de sus anteojos Cartier, y a centímetros de ellas a muchachos con aspecto de no haberse bañado en dos años que las miraban (a ellas, pero también a sus carteras) con codicia apenas disimulada.
Al día siguiente me enteré de que se habían colado 5.000 personas. Había mucho fierita suelto, dispuesto a agarrarse a piñas con cualquiera que se le cruzara. Enfrente mío, uno de estos acorraló a un heladero al que intimidó para que le regalara un par de helados. Rápido de reflejos, el heladero entregó lo que le pedían y se esfumó hacia zonas menos riesgosas. El fierita mordisqueó un poco los helados y luego se los tiró, casi intactos, a la cabeza de los que estaban más adelante.
El show tuvo muy buenas críticas, publicadas en todos los medios, y no voy a agregar nada. Sólo puedo decir algo que en las columnas de espectáculos suena mal: que en los instantes en que el espectáculo comienza es indescriptible el vacío en el estómago y la forma como se erizan los vellos de la nuca. Esa boca con la lengua más famosa del mundo se abre ante nosotros, dispuesta a tragarnos y, una vez que estamos adentro, formamos parte de un mito que ya es patrimonio de la humanidad.
Personalmente, disfruté más el show del jueves que el del martes, pese a que en el segundo recital no paró de llover un segundo (estuve, creo que por primera vez en la vida, cuatro horas bajo la lluvia). Otra vez hubo violencia, robos, empujones, arrebato de entradas y piedrazos dirigidos a la policía que de vez en cuando le acertaban a alguno de los que intentábamos ingresar. También hubo colados. Hasta Jagger, con ese cinismo que le queda muy bien, al saludar a la gente desde el escenario preguntó en su español britpop: “¿Se colaron muchos?”.
Con más rock y más potencia que el show anterior, el recital bajo la lluvia fue una lección magistral de música: conmueve ver la guitarra de Richards chorreando agua a la vez que de allí nacen, como un aluvión, los chorros de notas precisas, afiladas, conmovedoras, de sus mejores canciones.
Toda la banda se empapó, menos Watts, que tenía un pequeño techo de acrílico sobre su batería. Jagger, fiel a su coquetería de metrosexual avant-la-lettre, salió a escena con un impermeable rojo shocking que parecía la capa de un zar. La lluvia incomodó, pero poco: el buen Mick supo sacarle partido a su capa, a la que hizo flamear de punta a punta del escenario, sólo se le cayó el transistor del micrófono una vez (y al instante un asistente apareció de la nada y se lo volvió a colocar en el cinturón), y esta vez no hizo su set de canciones al piano, supongo que para no exponerlo a la lluvia. Apenas hubo una contrariedad: el riel que lleva el escenario hacia delante se trabó, y repentinamente una nube de stage members se abalanzó a arreglarla. El asunto se demoró más de lo planeado, las canciones avanzaban y hubo algún atisbo de histeria entre esos hombres de remera negra y credencial en el pecho. Mick, de pie un par de metros encima de ellos, apenas dejó traslucir su contrariedad: ¿hubo un gesto de fastidio en su cara de dinosaurio de alta estirpe?. Juraría que sí.
El recital fue memorable, y no sólo por el impermeable rojo de Jagger. Salí del estadio a reencontrarme con la noche de Buenos Aires, a la que encontré más deslucida, más pobre y menos ruidosa que nunca. Traía demasiadas luces en la retina y demasiada música en los oídos, y el contraste era devastador.
Fue imposible conseguir un taxi cerca del estadio, así que tuve que caminar -ahora bajo una lluvia más piadosa- varias cuadras hasta encontrar uno. Mientras caminaba sentía lo más parecido que existe a la desolación post coito. Hasta en eso sentí agradecimiento por la ausencia de Natalia: semejante bajón anímico con ella al lado hubiera perjudicado irreversiblemente nuestra relación.

Montevideo
(Escrito el 12/2/06)
Hacía años que no iba a Montevideo. Aproveché las largas tardes de verano para vagar, con mi mochila y mi cámara de fotos al hombro, por los lugares donde pasé casi todos los veranos de mi adolescencia. Heráclito me resonaba en los oídos, y trataba de pensar que no sólo la ciudad era otra: también yo había dejado de ser aquel pibe de pelo rebelde y piernas flacas que en el crepúsculo recorría la ciudad entera luego de haber tomado sol hasta la incineración en la playa.
El extrañamiento era doble, pero la ciudad y yo nos reencontrábamos como dos extraños con un pasado en común. Recorrí librerías de punta a punta en avenida 18 de Julio, sólo para encontrar allá los mismos libros que hay en Buenos Aires, un 15% más caros.
Lo esencial de Montevideo sigue intacto: la amabilidad de la gente todavía hace que uno pregunte una dirección y, si es preciso, junto a las indicaciones le dibujen un mapa para llegar. Averiguando por unos asuntos de distribución, fui a un par de editoriales a consultar. En una de ellas me atendió una rubia simpática y jovencísima con la que charlamos más de una hora. En la otra me atendió su director, que me llenó de folletos promocionales, tarjetas personales y consejos amistosos. Las librerías son similares: entré a una a preguntar algo y su dueño dedicó media hora a contarme vida, obra y milagros de los best sellers uruguayos.
La ciudad tiene edificios hermosos y bajos, los taxis avanzan lentamente, los colectivos (grandes, uniformemente grises, de recorridos laberínticos) van aún más lento, pero a nadie parece preocuparle.
Las chicas son un capítulo aparte. Las rubias de Carrasco son una raza excepcional, en la que se une la belleza de esos cuerpos esbeltos (el gym, los pilates y la genética han hecho su trabajo) a la simpatía y la sencillez propia del lugar. Son chicas que pueden vivir en una casa de 2 millones de dólares, pero aún así se sientan en el patio a tomar mate o andan conversando con desconocidos por la calle, sobre todo si son extranjeros desorientados. Dios las bendiga.
Llegar a la playa por primera vez es un punto culminante en todo viaje veraniego. Me saco las zapatillas y camino descalzo sobre la arena tibia, un placer que luego de un año de caminar sobre zapatos y zapatillas me resulta indescriptible. Llego a una duna tranquila y me saco el jean para quedar con la bermuda que traigo debajo. En ese instante recuerdo que Natalia, viéndome armar el bolso días atrás, preguntó si pensaba recurrir a la bermuda Paco Rabanne para causar estragos entre las cuarentonas de la playa. Sonrío recordándolo, pero no hay cuarentonas a la vista, y se agradece. En cambio, a unos quince metros hay algunas veinteañeras de bikinis casi virtuales, que muestran al mundo lo generosa que ha sido la naturaleza con ellas.
Montevideo es una ciudad para recorrerla a pie y sin mapa (perderse es una aventura, no un contratiempo), con una cámara de fotos colgada al hombro, con zapatillas cómodas y ropa liviana, con poca plata en el bolsillo y con una sonrisa en el corazón.
eXTReMe Tracker