15.1.07

2007
Un partner de la editorial que nos ha robado durante todo el año me envía una tarjeta diciendo que está muy feliz de trabajar con nosotros y que me desea lo mejor para el año que comienza. Las fiestas de fin de año han tenido un efecto devastador en mi ánimo, y he tenido que armar una lista de excusas verosímiles para zafar de las ocasiones que no son estrictamente indispensables. Desde problemas de salud hasta viajes inexistentes, y desde cierres de edición hasta parientes enfermos, cuidando de no darle a la misma persona dos excusas demasiado parecidas en la misma semana.
Paso el 24 y el 31 solo en casa, luego de una compleja arquitectura de mentiras que hace creer a todos que estoy festejando con otro grupo. Como toda familia posmoderna, la mía está dividida en dos facciones: la facción A detesta a la B, y es suficiente hacerle creer a la primera que pasaré las fiestas con la segunda y viceversa. Como las odio a ambas el trámite no me trae problemas de conciencia. S. me invita a cenar con ella y sus padres, pero le digo que iré a una quinta, a un asado con mi amigo Guille y su grupo de vándalos ilustrados. A su vez, Guille cree que pasaré con M., que volvió esta semana de Chile.
Con el teléfono desconectado, ceno en paz, miro películas, escucho a Pink Floyd y oigo que allá abajo la ciudad festeja. Desde la ventana se ve la costa de Colonia: unas pequeñas luces que estallan sobre la ciudad, como burbujas en una copa de champagne, indican que también allí están tirando fuegos artificiales.
Paso los días de calor leyendo vorazmente, hundido en un sopor donde se mezclan la sensación térmica y las páginas de Mann, Tolstoi, Steinbeck y Faulkner. Releo libros ya leídos, descubro novelas nuevas, subrayo frases, me dejo llevar por el texto, olvidando técnica y estilo. Bajo cantidades industriales de música por internet. Miro cine europeo hasta la madrugada. Le pido a S. que nos veamos sólo los sábados. No escribo en mi blog ni leo los de otros, con la excepción del de una redactora del New Yorker que me fascina y me repele a la vez.
Tiro a la basura tres docenas de tarjetas de navidad, la mayoría sin abrir. Recuerdo algunas de las frases que me han enviado en estos días. Año Nuevo, vida nueva, pienso. Como toda frase de sabiduría popular, una gran mentira.

4 Comments:

Blogger Ruth said...

Para tener una vida nueva habría que morirse y resucitar repetidamente, y además, ¿quién querría hacer el gran esfuerzo de volver a construirla? ¿Y donde tira los restos de la vida vieja? No sé, demasiadas preguntas. Por lo pronto, sólo se trata de un cambio de número.

3:36 p. m.  
Blogger Mantis said...

La pregunta es: ¿vacaciones?

Abrazo.

12:06 p. m.  
Blogger Daniel C. said...

Minerva: poner esfuerzo en reconstruir una vida no suena tan grave, después de poner esfuerzo en cosas mucho más ingratas. Y los restos de una vida pasada siempre pueden reciclarse: en cuentitos que nadie leerá o en pequeñas esculturas de yeso que se podrían vender como souvenirs en San Telmo, digamos.
Mantis: Las vacaciones deberían llegar en febrero si todo sale como debería (cosa que, por lo demás, dudo profundamente). Yo lo llamaría exilio interior.

12:37 p. m.  
Blogger Ruth said...

Perdón por el retruécano, pero volver a construirla lleva, exactamente, toda una vida. Uno hace lo que puede, -tal vez, en algunos casos, lo que quiere- con los elementos que le han dado. Eso sí: la próxima me cuido si compro esculturitas en San Telmo, no sea cuestión que una noche esa cosa explote!
Tiene que leer 2666, de Bolaño, si es que no lo ha leído ya. Y felices -o relativamente felices- vacaciones, en el exterior o en el interior, que en general no suelen ir paralelamente.

4:38 p. m.  

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