Ayer fui por primera vez en mi vida a un telo. Debería avergonzarme de no haber pisado uno de esos lugares hasta pasados los treinta, pero siempre consideré decadentes y -sobre todo- feos a esos lugares. Cuando tenía 22 años y salía con M., una vez estuvimos a punto de entrar a uno, pero fue suficiente con ver los cortinados violetas, la alfombra gastada, las lamparitas amarillentas y el ambiente de encierro para que le dijera, en la puerta misma, que nos fuéramos a mi casa o a la de ella (que vivía con una amiga) e hiciéramos tiempo hasta quedarnos solos. Ella insistió hasta que le dije:
-Ese lugar es tan feo que te juro que ahí adentro no se me para.
La cosa es que la muestra de arte Soho Telo fue el motivo por el que ayer, mientras caminaba con tiempo de sobra entre dos reuniones, pasara por la puerta y decidiera entrar. Se trata de un hotel alojamiento que está a punto de ser demolido, donde una treintena de artistas hizo instalaciones en cada una de las habitaciones. Y así, con el arte como excusa -con el catálogo de la muestra en una mano y mi portafolio en la otra-, me interné en ese pecaminoso establecimiento. Confirmé lo que temía: la penumbra triste, el encierro, el clima de pecado inconfesable, las paredes arratonadas, la estética kitsch y decadente, los pasillos largos y mal iluminados, los cortinados horribles y las ventanitas por donde pasan las bebidas, que me parecieron casi carcelarias.
Los artistas habían hecho instalaciones distintas en cada habitación (en total, 30), y había habitaciones de estilo tropical, de aire porno soft, de sexualidad desviada, de vicio desembozado, de estética gay, de todo lo que se pueda imaginar. Pero sobre todos sobrevolaba la profunda tristeza de esas habitaciones donde los espejos, la luz oblicua y los televisores sin audio desdibujan los contornos de las cosas y todo se vuelve engañoso. Y el encierro parece una invitación a la claustrofobia, que no se alivia ni siquiera en las habitaciones Premium, con jacuzzi y bar.
Siempre me consideré desprejuiciado, pero desde muy temprano en la vida decidí dos cosas: que no iría jamás a un telo y que no pagaría nunca por sexo. Lo he hecho en los lugares más insólitos, pero jamás caí en esos hoteles, que me provocan una tristeza infinita. Y por suerte, hasta el momento no he tenido que pagar por un service. Toco madera.
Me fui pensando cuántos momentos de felicidad o de dolor habrán transcurrido en esas treinta habitaciones, cuántos amores habrán nacido ahí y cuántos matrimonios habrán sido sepultados entre esas paredes de color indefinido, cuántas palabras de ternura, de deseo o de traición se habrán pronunciado ante esos espejos. Y todo para que ahora, entre esas paredes condenadas, la gente se pasee con un catálogo en la mano y pregunte en voz alta si las obras están en venta.
Para los que quieran ir, la exposición dura hasta el 16 de julio, está abierta de 11 a 20 hs. y queda en Thames 2151.