Sábado
Enlettiarsi, dice. Es su versión de “encamarse”. Lo dice riéndose, como cada vez que adapta una palabra del lunfardo al italiano. La frase es una contraseña privada que inicia todo.
Me extiende en las sábanas, me devora, me saborea, me estruja, me exprime, me muerde, me rasguña, me murmura al oído. Yo la abro como una flor delicada y hermosa, la exploro, la recorro, la conquisto, la bebo, la paladeo, la respiro, la inundo. Entre ella y mi cuerpo se establece un diálogo del que estoy excluido. Ambos cuerpos se entienden, se enredan, se buscan, se adhieren, se funden. Mientras, yo pienso en el recuerdo de una sonrisa lejana y ella, quizás, piensa en una tarde del verano romano. No puedo dejar de pensar en lo poco que nos pertenecen nuestros cuerpos.
Afuera, la tarde de Buenos Aires está nublada y fría. Adentro, nos abrazamos como náufragos en medio de una tormenta. Como tantos otros, hacemos el amor para confirmar nuestra soledad. La luz se vuelve difusa mientras en el equipo suena Coldplay. La vela aromática que encendimos en el cuarto se redujo a la mitad. Pienso argumentos mientras pongo cara de no pensar en nada. Voy a tratar de decir las cosas como son y a esforzarme por ser claro, aunque supongo que voy a fracasar, como últimamente con casi todo. Pienso en evitar cuidadosamente las palabras “compromiso”, “amor”, y “compañía”. Inevitablemente, me pregunto una vez más sobre el sentido de quedar exhausto, transpirado, enredado en las sábanas, luchando contra el sueño y la tristeza.
Con los ojos entrecerrados, pienso en palabras. En estos días decidí dejar de verla aunque todavía no sé cómo decírselo.