27.9.06

Instantánea
Releo a Piglia y me siento ligeramente imbécil. Aunque ligeramente es un eufemismo vago para lo que me provoca ese texto donde brillan, aisladas, algunas frases en un argumento desvaído que leí por primera vez hace nueve años, y que ahora releo salteado entre reuniones, viajes en subte y salas de espera.
Mientras escucho un teórico deleznable en la facultad, anoto cosas que necesitaré recordar en la entrevista que tengo que hacer mañana. Repito mentalmente: ir con el tema conocido de antemano, hacer preguntas inteligentes (?), escuchar con educación y portarse con urbanidad aunque oiga las peores incoherencias. Y luego, escribir con precisión, rigor y elegancia. Puf.
Al terminar la clase, miro a una veinteañera de cuerpo espectacular. De cara es bastante básica, pero no puedo creer el cuerpo. Lo veo y no lo creo: fascinado por las proporciones, el tono de piel, el volumen y las formas, me acerco y conversamos de trivialidades. Inevitablemente, mantengo el diálogo con sus lolas, no con ella. Me gustaría desnudarla y hacerle fotos. O no precisamente para hacerle fotos. (Aunque sí, también podría hacerle retratos en blanco y negro, con luz difusa y fondo blanco: tiene un tono de piel maravilloso y unas formas impresionantes que me hacen pensar en los desnudos de Tina Modotti).
La mina me mira, pero (fuck!) yo no parezco provocar un efecto similar en ella. No importa: que me den media hora de charla y soy capaz de convencerla de que ella ha nacido para mí y que yo he vivido todos estos años esperándola a ella.
Repaso mentalmente los compromisos de mañana. Se hace tarde y la mina no parece convencida de que ha nacido para mí. O si lo está, no va a dejarse ganar con sólo 15 minutos de charla sobre la bibliografía de la materia. Me caigo de sueño, es tarde y tendría que irme a dormir. Así que vuelvo a casa abrigando la tibia esperanza de volver a encontrármela la semana próxima, escribo un post desganado y lamento que al día siguiente voy a pasármela de reunión en reunión y sin tener entre mis recuerdos del día anterior un roce con una hermosa veinteañera que resultó más escéptica de lo deseable.

22.9.06

¿Perdón?
“Hay que dejar las mujeres hermosas para los hombres sin imaginación”.
(Marcel Proust)

21.9.06

Perradas
En la planta baja del edificio donde trabajo vive un viejo que tiene un perro simpatiquísimo, que viene a saludarme cada vez que me ve. (El perro, no el viejo). Cuando me inclino a acariciarlo, me quiere mordisquear la corbata. Y cuando le digo “hola, petiso” se para en dos patas, intentando ponerme las manos en las solapas. Aunque siempre ignoré al dueño del perro, la amistad que hicimos entre su mascota y yo lo obliga a saludarme de vez en cuando, aunque en general no nos damos mucha bola. La cosa es con el perro.
Pero ayer cuando salía de la oficina veo que mi amigo viene acompañado por una hermosa veinteañera. Me pregunté si sería la hija del jovato mientras veía al perro tironear de la correa a lo largo del pasillo, venir hasta mí y saltarme encima. La chica se ríe cuando nos ve saludarnos. Le caés bien, dice. Juego un poco con él y entretanto intercambiamos algunas frases de circunstancia con la mina. Rápidamente nos despedimos y mientras me alejo, decido que voy a comprar alguna golosina para perros y voy a llevarla siempre en el bolsillo. Uno nunca sabe.

20.9.06

Más de Eco
"La superstición trae mala suerte".
(Umberto Eco)

18.9.06

Lecturas
“Antes era indeciso. Pero ahora…ya no estoy tan seguro”.
(Umberto Eco)

15.9.06

Manías
Me creía bastante normal hasta que empecé a sumar detalles.
-En el edificio donde tengo mi oficina hay un larguísimo pasillo entre el ascensor y la puerta de calle: cuando no hay nadie lo atravieso corriendo, y si tengo puestos zapatos de suela lisa hago los últimos metros patinando.
-Cuando me deslumbro con una canción puedo escucharla 18.360 veces seguidas.
-En mi mochila siempre hay una Rhodesia, un paquete de Carilina sin abrir y varios cartuchos de tinta para la lapicera.
-Si en el edificio me cruzo con un vecino que lleva un perro, lo más probable es que lo ignore a él y acaricie al perro.
-Me gustan las Agustinas, las Paulas y las Marielas. Las Rominas me caen -todas- realmente mal.
-Alguna vez me dijeron que mi número de la suerte era el nueve, así que siempre intento armar sumarios editoriales con nueve secciones fijas. Me gusta viajar en vehículos cuyas patentes terminen en 9 o irme de vacaciones en esa fecha. También, durante mucho tiempo puse mi despertador a las 7 y 2 minutos, que sumados dan nueve.
-Cuando escribo en mi computadora, sólo puedo hacerlo en tipografía Apple Garamond: cuando me paso a una computadora nueva, lo primero que hago es instalar “mi” tipografía.
-Al interrumpir la lectura de un libro, nunca pongo un señalador marcando la página: memorizo el número de página donde dejé de leer.
-Cuando armo un equipo de trabajo, elijo gente que escuche la misma música que yo: por alguna razón creo que nos vamos a entender. He descartado diseñadoras con carpetas excelentes sólo porque escuchaban a Arjona.
-Intento desentrañar la personalidad de una persona analizando los adjetivos que utiliza.
-Ordeno mi biblioteca según las afinidades de sus autores: Sartre, Beauvoir y Camus, por ejemplo, están juntos. Supongo que los autores que compartieron bares, cafés y cabarets, también deben compartir un estante.
-Cuando duermo solo, no puedo dormirme en el silencio. Tampoco con música de fondo. Programo el televisor para que se apague en 30 minutos, pongo el segmento financiero de CNN y me duermo escuchando las noticias económicas de la jornada.
-Aprovecho que -cuando estoy en jeans y zapatillas- puedo pasar fácilmente por el cadete de mi editorial para charlar con los motoqueros como un empleado más, incluso criticando a la revista.
-Odio los celulares. Hace años que me niego a usarlos, nunca quise comprarme uno, y me deshice rápidamente de los dos que me regalaron.
Y hay más. Imaginen el resto.

12.9.06

Lecturas
“Ser maduro es algo muy difícil de lograr. Mucho más fácil es saltar de una infancia a otra”.
(Francis Scott Fitzgerald)

11.9.06

Ficcional
Los pasos se escucharon acercándose hasta que repentinamente estuvieron demasiado cerca y sintió que alguien levantaba la tapa del libro que estaba leyendo, la miraba y comentaba:
-Muy bien. Alguien que es algo más que una cara bonita.
Luego la dueña de los pasos dio media vuelta y se alejó mientras él se quedaba mirándola, todavía asombrado por lo que acababa de suceder. Ella había desaparecido por el pasillo de la agencia de publicidad y él, que estaba esperando en uno de los sillones de recepción, leyendo a Pavese y mirando con impaciencia el reloj, empezó -por primera vez- a reírse de lo que había sucedido y del descaro de esa chica, la asistente del director de planeamiento, con la que había arreglado la reunión y a la que veía en persona por primera vez luego de haber hablado telefónicamente varias veces.
No es linda. De rostro irregular y figura contundente, no tiene más remedio que cultivar una estética alternativa, con pantalones amplios, medias fluorescentes, saquito tejido y camisa de cuello ancho. Es la clase de chica a la que no le queda más remedio que ser simpática, divertida y desenvuelta, la que levanta por buena onda lo que no levanta por belleza física. Luego, dirá que estudia cine y admira a Truffaut: cartón lleno.
Cuando él pase a la oficina donde tendrá la reunión, ella va a mirarlo a través de los vidrios. Cuando la reunión concluya, va a acompañarlo por un largo pasillo hasta la puerta. Ahí es donde va a decirle que estudia cine y le preguntará si vio “Tarnation”. Va a hablarle de un ciclo de cine en el San Martín y luego, con tono casual, estará ofreciéndole su número de teléfono.
Cuando él busque un papel para que anote, ella sacará un marcador del bolsillo y le dirá:
-Dame la mano.
Y le escribirá, como si ambos tuvieran 10 años de edad, su teléfono y su nombre sobre el dorso de la mano. Luego de despedirse, él se irá pensando qué hace esa chica trabajando ahí, con sus pantalones de los años ‘70, su amor por Truffaut y sus anteojitos de poeta existencialista.
Inevitablemente, pensará que cinco años antes hubiera salido con esa chica. Y que dos años antes la hubiera llamado, aunque sea para tomar algo o ir al cine en plan de amigos. Hoy, llega apurado a su casa, va al baño y se lava las manos con jabón, hasta borrar cualquier vestigio del número escrito en su piel.

8.9.06

Sobre gustos
Me gustaría darte muchos besos en la parte más tropical de tu cuerpo.
Me gustaría verte llegar, vestida sólo con tu sonrisa, y que sepas que te espero con las peores (mejores) intenciones.
Me gustaría escucharte suspirar hondo.
Me gustaría saber que te hice profundamente feliz por un rato.
En vez de eso, te digo: me gustaría compartir un café con vos así me explicás tu proyecto académico.

7.9.06

Evento
El salón de actos de Cancillería huele a perfumes caros y, ligeramente, a naftalina. Muchas viejas con tapados de piel, algunos jovatos con el sombrero en la mano, mucho lector de La Nación, mucho jubilado de privilegio, algún crítico de arte y varios artistas plásticos en busca de una beca.
De pie en el fondo, miro el salón buscando a L., a quien quiero encontrar. También busco entre la gente, con una ligera inquietud, a M., a quien quiero evitar. Descubro a lo lejos al presidente de un banco, a un senador y a una mujer que escribe y que he visto en Canal á aunque no puedo recordar su nombre.
Mientras escucho los discursos (al canciller Taiana le vendría bien un media trainning que mejore su oratoria y un asesor que le recomiende corbatas más sobrias) miro los cuadros de García Uriburu colgados detrás de los disertantes.
Súbitamente recuerdo que no estoy en el evento como periodista sino como editor, es decir en rol meramente decorativo. Dejo de prestar atención a los discursos y me distraigo. Miro el salón deteniéndome en las puertas antiguas, los pisos de maderas nobles, las arañas antiquísimas. Cuando toma la palabra un miembro de la cancillería brasileña, salgo para ir al baño. Sólo es una excusa para recorrer el Palacio San Martín, ese magnífico edificio construido a principios de siglo, lleno de escaleras de madera, pasamanos de hierro forjado y pesadísimas puertas de cedro.
Caminando pasillos y abriendo puertas espejadas, llego a un baño del primer piso. Me miro en el espejo. Siempre me sorprende ver mi imagen en esos contextos. Miro el saco negro, la camisa blanca, la cara inexpresiva. Me pregunto si el que me mira desde el espejo es el mismo que, con una remera desteñida, pasó el fin de semana tirado en el sillón, leyendo la biografía de Bob Dylan.
Salgo del baño, camino hasta la mesa de acreditaciones y pido la carpeta de prensa con la información del evento. Me dirijo a la salida y, mientras bajo las escaleras hacia la calle, escucho a mis espaldas un rumor de aplausos en el salón.

6.9.06

Lecturas
“Mucha gente dice que el matrimonio acaba con el romance. Estoy de acuerdo: cada vez que tengo un romance, mi esposa trata de acabar con él”.
(Groucho Marx)

3.9.06

Amoblados
Como era temprano y salíamos de una reunión cerca de Cerrito y Arenales, acompaño a D. a mirar muebles por esa zona donde hay, en sólo 3 cuadras, cerca de 20 mueblerías fashion. Quiere redecorar el living así que busca sillones, mesas y sillas. No puedo creer los precios que hay. A medida que vamos recorriendo más lugares, me voy poniendo de mal humor sólo de ver esas sillas de diseño absurdo que valen más de 2.000 pesos cada una.
El vendedor de uno de esos locales cool habla de estética, funcionalidad y maderas traídas de Ecuador. D. se sienta en las sillas, cruza las piernas y sonríe como un idiota. El vendedor lo agarra del brazo y lo lleva a recorrer el local, haciéndolo sentarse por todos lados. Habla de Bauhaus mientras señala una silla de bordes rectos. Luego se aleja unos pasos. D. se sienta en la silla de tonos pastel. ¿Bauhaus con tonos pastel?, pienso al borde del exabrupto.
-Levantate de ahí, nabo. Eso no es una silla: te has sentado sobre una aberración estética.
Miramos otras cosas. Los precios son de no creer: una mesa de comedor, $ 4.600. Una silla de fórmica y cuero, $ 1.800. Un cenicero horrendo cuesta $ 450: por el pavor que provoca en el fumador, la empresa que lo diseñó debería estar auspiciada por Lalcec.
D. prueba otra silla que cruje cuando él se sienta. Lo último que escuchamos antes del crujido fue la expresión “materiales nobles” de parte del vendedor. Me acerco a mirar más precios: calculo que D. tendrá que hipotecar su casa para pagar el amoblamiento del living.
El tipo que vende es un espécimen de los que por actitud, tono de voz y nivel discursivo parecen decir “vendo muebles pero me eduqué en el Northlands y soy socio del náutico de San Isidro”.
El vendedor me pregunta algo, alargando las vocales y pronunciando con delectación las sílabas graves de cada palabra. Cuando estoy por pedirle prestado un diccionario sanisidrense-castellano, interpreto que me consultó si me interesa algo a mí también. Me ofrece racks contenedores de CDs que valen casi como un equipo de alta fidelidad de Bang & Olufsen. ¿Prefiere algún estilo en particular?, me pregunta. Le digo que ando buscando algo donde pueda guardar mi colección de CDs de Pibes Chorros. El tipo duda un momento y luego sigue con lo suyo.
Camino entre los muebles, mirando más precios: una mesa de hierro de las que se ponen en los patios, $ 1.200. Un centro de mesa de vidrio, $ 700. Un revistero de aluminio, $ 450. Eso sí: las miradas de odio que me dirige el vendedor no tienen precio.

1.9.06

Más Lecturas
En vano he esperado durante años y años la felicidad. Al final llegó y se sentó cariñosamente en mi cama. Tenía el cutis moreno, manos de dedos largos y delgados, piernas de gacela y pies ágiles.
-Oh, ¿eres realmente tú, por fin, la felicidad tanto tiempo ansiada?
-Mañana te escribiré si en verdad lo soy o no. Tú mismo lo juzgarás.
A la mañana siguiente encontré un papelito que decía: “Adiós, hasta nunca”.
O sea que sí, efectivamente, había sido la felicidad.
(Peter Altenberg)
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