Evento
El salón de actos de Cancillería huele a perfumes caros y, ligeramente, a naftalina. Muchas viejas con tapados de piel, algunos jovatos con el sombrero en la mano, mucho lector de La Nación, mucho jubilado de privilegio, algún crítico de arte y varios artistas plásticos en busca de una beca.
De pie en el fondo, miro el salón buscando a L., a quien quiero encontrar. También busco entre la gente, con una ligera inquietud, a M., a quien quiero evitar. Descubro a lo lejos al presidente de un banco, a un senador y a una mujer que escribe y que he visto en Canal á aunque no puedo recordar su nombre.
Mientras escucho los discursos (al canciller Taiana le vendría bien un media trainning que mejore su oratoria y un asesor que le recomiende corbatas más sobrias) miro los cuadros de García Uriburu colgados detrás de los disertantes.
Súbitamente recuerdo que no estoy en el evento como periodista sino como editor, es decir en rol meramente decorativo. Dejo de prestar atención a los discursos y me distraigo. Miro el salón deteniéndome en las puertas antiguas, los pisos de maderas nobles, las arañas antiquísimas. Cuando toma la palabra un miembro de la cancillería brasileña, salgo para ir al baño. Sólo es una excusa para recorrer el Palacio San Martín, ese magnífico edificio construido a principios de siglo, lleno de escaleras de madera, pasamanos de hierro forjado y pesadísimas puertas de cedro.
Caminando pasillos y abriendo puertas espejadas, llego a un baño del primer piso. Me miro en el espejo. Siempre me sorprende ver mi imagen en esos contextos. Miro el saco negro, la camisa blanca, la cara inexpresiva. Me pregunto si el que me mira desde el espejo es el mismo que, con una remera desteñida, pasó el fin de semana tirado en el sillón, leyendo la biografía de Bob Dylan.
Salgo del baño, camino hasta la mesa de acreditaciones y pido la carpeta de prensa con la información del evento. Me dirijo a la salida y, mientras bajo las escaleras hacia la calle, escucho a mis espaldas un rumor de aplausos en el salón.
El salón de actos de Cancillería huele a perfumes caros y, ligeramente, a naftalina. Muchas viejas con tapados de piel, algunos jovatos con el sombrero en la mano, mucho lector de La Nación, mucho jubilado de privilegio, algún crítico de arte y varios artistas plásticos en busca de una beca.
De pie en el fondo, miro el salón buscando a L., a quien quiero encontrar. También busco entre la gente, con una ligera inquietud, a M., a quien quiero evitar. Descubro a lo lejos al presidente de un banco, a un senador y a una mujer que escribe y que he visto en Canal á aunque no puedo recordar su nombre.
Mientras escucho los discursos (al canciller Taiana le vendría bien un media trainning que mejore su oratoria y un asesor que le recomiende corbatas más sobrias) miro los cuadros de García Uriburu colgados detrás de los disertantes.
Súbitamente recuerdo que no estoy en el evento como periodista sino como editor, es decir en rol meramente decorativo. Dejo de prestar atención a los discursos y me distraigo. Miro el salón deteniéndome en las puertas antiguas, los pisos de maderas nobles, las arañas antiquísimas. Cuando toma la palabra un miembro de la cancillería brasileña, salgo para ir al baño. Sólo es una excusa para recorrer el Palacio San Martín, ese magnífico edificio construido a principios de siglo, lleno de escaleras de madera, pasamanos de hierro forjado y pesadísimas puertas de cedro.
Caminando pasillos y abriendo puertas espejadas, llego a un baño del primer piso. Me miro en el espejo. Siempre me sorprende ver mi imagen en esos contextos. Miro el saco negro, la camisa blanca, la cara inexpresiva. Me pregunto si el que me mira desde el espejo es el mismo que, con una remera desteñida, pasó el fin de semana tirado en el sillón, leyendo la biografía de Bob Dylan.
Salgo del baño, camino hasta la mesa de acreditaciones y pido la carpeta de prensa con la información del evento. Me dirijo a la salida y, mientras bajo las escaleras hacia la calle, escucho a mis espaldas un rumor de aplausos en el salón.
11 Comments:
Mire si la gente lo estaba apaludiendo al Negro Fontanarrosa, que se había aparecido de improvisto, y usted se lo perdió...
Eso no se lo habría perdonado ni el vocalista de los Wallflowers.
Si esa gente aplaudía las gansadas que decía un diplomático brasilero, no quiero imaginar lo que hubieran hecho ante el gran Fontanarrosa. Mínimo, se hubieran tirado al piso a adorarlo.
Y alguna vez nos vas a sorprender con algo???
Digo... algo que vaya más allá de esa lucha entre el bohemio que llevás dentro y el snobismo de tu entorno que quiere asesinarlo, algo que no sea autobombo por ser tan arrogantemente culto, algo sin pretensiones de por medio.
Igualmente es loco, por alguna extraña razón, no puedo parar de leerte.
Esa es la idea, Celeste: hablar de cosas que no le interesen a nadie,así convierto a este blog en el menos visitado de la web.
da la sensacion como que siempre estas en otra cosa ;)
celeste tiene mucho de razón.
pero vos... qué decirte? creo que solo puedo decirte que ésa es la forma de ir a lugar así... y de alejarse de ellos también
:)
do yourself a favor and get rid of those awfull blacks suits for god sake! va a ver como de repente la vida le empieza a sonreir.
lo demás, impecable como de costumbre.
Angie: La vida SIEMPRE es otra cosa. Pero simular -cuando estás ahí- que esa gilada superficial es parte importante de nuestra vida es casi un gesto de buena educación.
Ro: Ir a esos lugares y alejarse. Ir, mirar, y volver con las manos limpias. Recorrer esos salones renacentistas cantando bajito una canción de Dylan: ésa es una forma práctica de recorrer esos terrenos minados y sobrevivir a ellos.
Chame: It wasn´t a suit, just a jacket. Pero tendré en cuenta el consejo. Gracias por pasar.
-Soy abogado, soy ingeniero, soy...
-¿Y a mí qué? Eso sólo prueba que posees un diploma de limitación.
huidobro
Angie: Excelente cita. Te la compro. ¿A cuánto me la dejás?
Los trajes son despreciables (pero qué bien que nos quedan a veces)
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