Historias mínimas (I)
Paso por la esquina donde hasta el 2002 tuve mi oficina y veo que demolieron un viejo caserón que estaba junto al edificio donde trabajaba y desde donde veía unos patios llenos de plantas, un techo de tejas y un gato gris que se paseaba y me dirigía miradas desdeñosas desde abajo cuando yo le chistaba. En esa esquina ahora sólo hay un vallado publicitario y -sospecho- el foso para los cimientos de una próxima torre. Me pregunto qué habrá sido del gato.
Había llegado a caerme bien, y eso que los gatos no son de mi predilección. A la tarde lo veía subir al tejado y quedarse inmóvil, mirando pasar la vida un par de metros más abajo, estratégicamente situado en un ángulo desde donde dominaba todo lo que ocurría en la casa y en la vereda, por donde circulaban los transeúntes sin saber que, por encima de su cabeza, la fría mirada de un gato los observaba.
Lo veía desde mi despacho en la editorial. Con el tiempo me acostumbré a cerrar la puerta de mi oficina y asomarme a la ventana para llamar su atención. El gato apenas me dirigía alguna mirada. Pensé en tirarle algo de comer. Recordé que en un cajón de mi escritorio tenía, como siempre, un paquete de Oreos.
La primera vez que le tiré una galletita se asustó. Se levantó y fue a continuar sus reflexiones unos metros más allá, desde donde me dirigía miradas cólericas. Al día siguiente, cuando volví a tirarle galletitas, se levantó y, desperezándose, se acercó a olerlas. Dignamente, sin dejar de mirarme de reojo, mordisqueó una. Un día después, cuando le arrojé las Oreos, me observó con calma y luego se levantó a comer las galletitas que le habían caído más cerca. Desde entonces, cada tarde a eso de las cuatro me asomaba. Él a esa hora ya estaba sentado en su rincón del tejado, mirando hacia arriba y esperando la hora del maná.
En esa época siempre guardaba un paquete de Oreos en un cajón. Pensé en comprarle las Oreos bañadas en chocolate, pero imaginé que tendría, como todo gato, un espíritu conservador. Cada tarde cerraba la puerta de mi oficina a la misma hora, abría la ventana y me asomaba en su busca. La gente que trabajaba conmigo pensaría que me encerraba a controlar las finanzas de la editorial, a dormir una siesta, a conversar telefónicamente con mi novia o a visitar páginas porno en internet. Nunca se enteraron de que me encerraba a compartir mi paquete de Oreos con el gato del vecino.
Paso por la esquina donde hasta el 2002 tuve mi oficina y veo que demolieron un viejo caserón que estaba junto al edificio donde trabajaba y desde donde veía unos patios llenos de plantas, un techo de tejas y un gato gris que se paseaba y me dirigía miradas desdeñosas desde abajo cuando yo le chistaba. En esa esquina ahora sólo hay un vallado publicitario y -sospecho- el foso para los cimientos de una próxima torre. Me pregunto qué habrá sido del gato.
Había llegado a caerme bien, y eso que los gatos no son de mi predilección. A la tarde lo veía subir al tejado y quedarse inmóvil, mirando pasar la vida un par de metros más abajo, estratégicamente situado en un ángulo desde donde dominaba todo lo que ocurría en la casa y en la vereda, por donde circulaban los transeúntes sin saber que, por encima de su cabeza, la fría mirada de un gato los observaba.
Lo veía desde mi despacho en la editorial. Con el tiempo me acostumbré a cerrar la puerta de mi oficina y asomarme a la ventana para llamar su atención. El gato apenas me dirigía alguna mirada. Pensé en tirarle algo de comer. Recordé que en un cajón de mi escritorio tenía, como siempre, un paquete de Oreos.
La primera vez que le tiré una galletita se asustó. Se levantó y fue a continuar sus reflexiones unos metros más allá, desde donde me dirigía miradas cólericas. Al día siguiente, cuando volví a tirarle galletitas, se levantó y, desperezándose, se acercó a olerlas. Dignamente, sin dejar de mirarme de reojo, mordisqueó una. Un día después, cuando le arrojé las Oreos, me observó con calma y luego se levantó a comer las galletitas que le habían caído más cerca. Desde entonces, cada tarde a eso de las cuatro me asomaba. Él a esa hora ya estaba sentado en su rincón del tejado, mirando hacia arriba y esperando la hora del maná.
En esa época siempre guardaba un paquete de Oreos en un cajón. Pensé en comprarle las Oreos bañadas en chocolate, pero imaginé que tendría, como todo gato, un espíritu conservador. Cada tarde cerraba la puerta de mi oficina a la misma hora, abría la ventana y me asomaba en su busca. La gente que trabajaba conmigo pensaría que me encerraba a controlar las finanzas de la editorial, a dormir una siesta, a conversar telefónicamente con mi novia o a visitar páginas porno en internet. Nunca se enteraron de que me encerraba a compartir mi paquete de Oreos con el gato del vecino.