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Reabrieron el Británico. Luego de ocho meses de silencio y ausencia, el café volvió a abrir, y todos los que constituían su público -vecinos de cabello canoso y diario izquierdista bajo el brazo, bohemios, vagabundos sin ocupación ni domicilio fijo, caminantes nocturnos, suicidas en potencia y poetas en acto- nos asomamos en tropel a ver si ese Británico era “el” Británico. El ambiente interior sigue igual, aunque con una diferencia: lo que antes era la devastación del tiempo ahora tiene la prolija respetabilidad de lo antiguo. Lustraron mesas y sillas, arreglaron los baños, iluminaron mejor el salón y mantuvieron el esquinero de madera que separaba el reservado que discriminaba entre el “salón familiar” y los clientes furtivos, que se escondían ahí, al abrigo de las miradas ajenas, a mantener charlas indecentes con mujeres ajenas. En un invierno de hace algunos años, iba a ese rincón vacío a leer las novelas de Onetti, que era lo más obsceno que podía hacer por entonces.
El nuevo dueño del bar tuvo la marketinera idea de invitar con un café gratis a todos los que fueran el día de la inauguración. Aunque no fui, al día siguiente me llegaron los comentarios: el hombre es un jubilado que juntó sus ahorros para jugárselos en este negocio, como una forma de preservar un rincón histórico de Buenos Aires. Me pregunto si esa historia también será parte de un operativo de marketing. Me comentan que Manolo, el gallego que manejó el bar durante más de 40 años, estuvo en la reinauguración.
Pregunto qué pasó con el gato que en invierno se recostaba contra las piernas de los clientes. Una vez descubrí al gato mirando con atención el televisor donde pasaban un viejo video de Ray Charles: desde ese día conjeturé que le gustaba el gospel. Me dicen que al gato se lo llevó a su casa una vecina.
Podría haber sido peor. A fin de cuentas, en esa esquina podrían haber puesto un McDonalds. Y quizás al gato, con un poco de suerte, en su nuevo hogar hasta le pongan buena música.
Reabrieron el Británico. Luego de ocho meses de silencio y ausencia, el café volvió a abrir, y todos los que constituían su público -vecinos de cabello canoso y diario izquierdista bajo el brazo, bohemios, vagabundos sin ocupación ni domicilio fijo, caminantes nocturnos, suicidas en potencia y poetas en acto- nos asomamos en tropel a ver si ese Británico era “el” Británico. El ambiente interior sigue igual, aunque con una diferencia: lo que antes era la devastación del tiempo ahora tiene la prolija respetabilidad de lo antiguo. Lustraron mesas y sillas, arreglaron los baños, iluminaron mejor el salón y mantuvieron el esquinero de madera que separaba el reservado que discriminaba entre el “salón familiar” y los clientes furtivos, que se escondían ahí, al abrigo de las miradas ajenas, a mantener charlas indecentes con mujeres ajenas. En un invierno de hace algunos años, iba a ese rincón vacío a leer las novelas de Onetti, que era lo más obsceno que podía hacer por entonces.
El nuevo dueño del bar tuvo la marketinera idea de invitar con un café gratis a todos los que fueran el día de la inauguración. Aunque no fui, al día siguiente me llegaron los comentarios: el hombre es un jubilado que juntó sus ahorros para jugárselos en este negocio, como una forma de preservar un rincón histórico de Buenos Aires. Me pregunto si esa historia también será parte de un operativo de marketing. Me comentan que Manolo, el gallego que manejó el bar durante más de 40 años, estuvo en la reinauguración.
Pregunto qué pasó con el gato que en invierno se recostaba contra las piernas de los clientes. Una vez descubrí al gato mirando con atención el televisor donde pasaban un viejo video de Ray Charles: desde ese día conjeturé que le gustaba el gospel. Me dicen que al gato se lo llevó a su casa una vecina.
Podría haber sido peor. A fin de cuentas, en esa esquina podrían haber puesto un McDonalds. Y quizás al gato, con un poco de suerte, en su nuevo hogar hasta le pongan buena música.