Not only rock and roll
(Escrito el 24/2/06)
Anoche fui otra vez a ver el recital de los Stones. Es la quinta vez que los veo en vivo: los vi una vez en su gira de 1995, dos en 1998, y esta vez fui a los dos conciertos que hicieron en Buenos Aires. Natalia no me acompañó, y estuve feliz de ir solo en vez de pasarme la noche explicándole por qué la banda revolucionó la música de los 60 recurriendo a la base más profunda del blues. Como beneficio adicional, pude canjear mis dos invitaciones de prensa -que eran ambas para la misma fecha- por dos pases para conciertos diferentes.
El ingreso al estadio fue un show aparte, condimentado con el sabor del peligro: en el primer recital, pude ver cómo unos pibes parados en la cola a dos metros de mí saqueaban bolsillos ajenos con una maestría que nunca he visto. Más adelante, justo antes de entrar, la cola que empujaba para pasar por los molinetes repentinamente invirtió su dinámica y empezó a correr alejándose en estampida de las puertas de ingreso. Por lo visto, un malón de chicos intentó colarse recurriendo a una técnica rugbier, todos encadenados por los brazos y embistiendo contra los patovicas del control de entradas, que los repelieron a patadas. En el medio quedábamos los que, entrada en mano, esperábamos que terminara la gresca para ingresar. Pronto se vio que tener la entrada en la mano era altamente riesgoso: a varios de la cola les pegaron un par de piñas y les arrebataron el ticket. Vi un par de casos de histeria atribuibles a este incidente.
Adentro todo era expectativa, nerviosismo y colados. Era gracioso ver a chicas muy Barrio Norte, de pie con sus camperas Armani y observando el escenario a través de sus anteojos Cartier, y a centímetros de ellas a muchachos con aspecto de no haberse bañado en dos años que las miraban (a ellas, pero también a sus carteras) con codicia apenas disimulada.
Al día siguiente me enteré de que se habían colado 5.000 personas. Había mucho fierita suelto, dispuesto a agarrarse a piñas con cualquiera que se le cruzara. Enfrente mío, uno de estos acorraló a un heladero al que intimidó para que le regalara un par de helados. Rápido de reflejos, el heladero entregó lo que le pedían y se esfumó hacia zonas menos riesgosas. El fierita mordisqueó un poco los helados y luego se los tiró, casi intactos, a la cabeza de los que estaban más adelante.
El show tuvo muy buenas críticas, publicadas en todos los medios, y no voy a agregar nada. Sólo puedo decir algo que en las columnas de espectáculos suena mal: que en los instantes en que el espectáculo comienza es indescriptible el vacío en el estómago y la forma como se erizan los vellos de la nuca. Esa boca con la lengua más famosa del mundo se abre ante nosotros, dispuesta a tragarnos y, una vez que estamos adentro, formamos parte de un mito que ya es patrimonio de la humanidad.
Personalmente, disfruté más el show del jueves que el del martes, pese a que en el segundo recital no paró de llover un segundo (estuve, creo que por primera vez en la vida, cuatro horas bajo la lluvia). Otra vez hubo violencia, robos, empujones, arrebato de entradas y piedrazos dirigidos a la policía que de vez en cuando le acertaban a alguno de los que intentábamos ingresar. También hubo colados. Hasta Jagger, con ese cinismo que le queda muy bien, al saludar a la gente desde el escenario preguntó en su español britpop: “¿Se colaron muchos?”.
Con más rock y más potencia que el show anterior, el recital bajo la lluvia fue una lección magistral de música: conmueve ver la guitarra de Richards chorreando agua a la vez que de allí nacen, como un aluvión, los chorros de notas precisas, afiladas, conmovedoras, de sus mejores canciones.
Toda la banda se empapó, menos Watts, que tenía un pequeño techo de acrílico sobre su batería. Jagger, fiel a su coquetería de metrosexual avant-la-lettre, salió a escena con un impermeable rojo shocking que parecía la capa de un zar. La lluvia incomodó, pero poco: el buen Mick supo sacarle partido a su capa, a la que hizo flamear de punta a punta del escenario, sólo se le cayó el transistor del micrófono una vez (y al instante un asistente apareció de la nada y se lo volvió a colocar en el cinturón), y esta vez no hizo su set de canciones al piano, supongo que para no exponerlo a la lluvia. Apenas hubo una contrariedad: el riel que lleva el escenario hacia delante se trabó, y repentinamente una nube de stage members se abalanzó a arreglarla. El asunto se demoró más de lo planeado, las canciones avanzaban y hubo algún atisbo de histeria entre esos hombres de remera negra y credencial en el pecho. Mick, de pie un par de metros encima de ellos, apenas dejó traslucir su contrariedad: ¿hubo un gesto de fastidio en su cara de dinosaurio de alta estirpe?. Juraría que sí.
El recital fue memorable, y no sólo por el impermeable rojo de Jagger. Salí del estadio a reencontrarme con la noche de Buenos Aires, a la que encontré más deslucida, más pobre y menos ruidosa que nunca. Traía demasiadas luces en la retina y demasiada música en los oídos, y el contraste era devastador.
Fue imposible conseguir un taxi cerca del estadio, así que tuve que caminar -ahora bajo una lluvia más piadosa- varias cuadras hasta encontrar uno. Mientras caminaba sentía lo más parecido que existe a la desolación post coito. Hasta en eso sentí agradecimiento por la ausencia de Natalia: semejante bajón anímico con ella al lado hubiera perjudicado irreversiblemente nuestra relación.
Anoche fui otra vez a ver el recital de los Stones. Es la quinta vez que los veo en vivo: los vi una vez en su gira de 1995, dos en 1998, y esta vez fui a los dos conciertos que hicieron en Buenos Aires. Natalia no me acompañó, y estuve feliz de ir solo en vez de pasarme la noche explicándole por qué la banda revolucionó la música de los 60 recurriendo a la base más profunda del blues. Como beneficio adicional, pude canjear mis dos invitaciones de prensa -que eran ambas para la misma fecha- por dos pases para conciertos diferentes.
El ingreso al estadio fue un show aparte, condimentado con el sabor del peligro: en el primer recital, pude ver cómo unos pibes parados en la cola a dos metros de mí saqueaban bolsillos ajenos con una maestría que nunca he visto. Más adelante, justo antes de entrar, la cola que empujaba para pasar por los molinetes repentinamente invirtió su dinámica y empezó a correr alejándose en estampida de las puertas de ingreso. Por lo visto, un malón de chicos intentó colarse recurriendo a una técnica rugbier, todos encadenados por los brazos y embistiendo contra los patovicas del control de entradas, que los repelieron a patadas. En el medio quedábamos los que, entrada en mano, esperábamos que terminara la gresca para ingresar. Pronto se vio que tener la entrada en la mano era altamente riesgoso: a varios de la cola les pegaron un par de piñas y les arrebataron el ticket. Vi un par de casos de histeria atribuibles a este incidente.
Adentro todo era expectativa, nerviosismo y colados. Era gracioso ver a chicas muy Barrio Norte, de pie con sus camperas Armani y observando el escenario a través de sus anteojos Cartier, y a centímetros de ellas a muchachos con aspecto de no haberse bañado en dos años que las miraban (a ellas, pero también a sus carteras) con codicia apenas disimulada.
Al día siguiente me enteré de que se habían colado 5.000 personas. Había mucho fierita suelto, dispuesto a agarrarse a piñas con cualquiera que se le cruzara. Enfrente mío, uno de estos acorraló a un heladero al que intimidó para que le regalara un par de helados. Rápido de reflejos, el heladero entregó lo que le pedían y se esfumó hacia zonas menos riesgosas. El fierita mordisqueó un poco los helados y luego se los tiró, casi intactos, a la cabeza de los que estaban más adelante.
El show tuvo muy buenas críticas, publicadas en todos los medios, y no voy a agregar nada. Sólo puedo decir algo que en las columnas de espectáculos suena mal: que en los instantes en que el espectáculo comienza es indescriptible el vacío en el estómago y la forma como se erizan los vellos de la nuca. Esa boca con la lengua más famosa del mundo se abre ante nosotros, dispuesta a tragarnos y, una vez que estamos adentro, formamos parte de un mito que ya es patrimonio de la humanidad.
Personalmente, disfruté más el show del jueves que el del martes, pese a que en el segundo recital no paró de llover un segundo (estuve, creo que por primera vez en la vida, cuatro horas bajo la lluvia). Otra vez hubo violencia, robos, empujones, arrebato de entradas y piedrazos dirigidos a la policía que de vez en cuando le acertaban a alguno de los que intentábamos ingresar. También hubo colados. Hasta Jagger, con ese cinismo que le queda muy bien, al saludar a la gente desde el escenario preguntó en su español britpop: “¿Se colaron muchos?”.
Con más rock y más potencia que el show anterior, el recital bajo la lluvia fue una lección magistral de música: conmueve ver la guitarra de Richards chorreando agua a la vez que de allí nacen, como un aluvión, los chorros de notas precisas, afiladas, conmovedoras, de sus mejores canciones.
Toda la banda se empapó, menos Watts, que tenía un pequeño techo de acrílico sobre su batería. Jagger, fiel a su coquetería de metrosexual avant-la-lettre, salió a escena con un impermeable rojo shocking que parecía la capa de un zar. La lluvia incomodó, pero poco: el buen Mick supo sacarle partido a su capa, a la que hizo flamear de punta a punta del escenario, sólo se le cayó el transistor del micrófono una vez (y al instante un asistente apareció de la nada y se lo volvió a colocar en el cinturón), y esta vez no hizo su set de canciones al piano, supongo que para no exponerlo a la lluvia. Apenas hubo una contrariedad: el riel que lleva el escenario hacia delante se trabó, y repentinamente una nube de stage members se abalanzó a arreglarla. El asunto se demoró más de lo planeado, las canciones avanzaban y hubo algún atisbo de histeria entre esos hombres de remera negra y credencial en el pecho. Mick, de pie un par de metros encima de ellos, apenas dejó traslucir su contrariedad: ¿hubo un gesto de fastidio en su cara de dinosaurio de alta estirpe?. Juraría que sí.
El recital fue memorable, y no sólo por el impermeable rojo de Jagger. Salí del estadio a reencontrarme con la noche de Buenos Aires, a la que encontré más deslucida, más pobre y menos ruidosa que nunca. Traía demasiadas luces en la retina y demasiada música en los oídos, y el contraste era devastador.
Fue imposible conseguir un taxi cerca del estadio, así que tuve que caminar -ahora bajo una lluvia más piadosa- varias cuadras hasta encontrar uno. Mientras caminaba sentía lo más parecido que existe a la desolación post coito. Hasta en eso sentí agradecimiento por la ausencia de Natalia: semejante bajón anímico con ella al lado hubiera perjudicado irreversiblemente nuestra relación.
muy buena crónica
ResponderBorrarmuy buen recital bajo la lluvia
muy bueno get off of my cloud !
Viste lo que fue ese tema?!! sólo por esos 3 minutos gloriosos, me hubiera aguantado el huracan Katrina. Un saludo.
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