Montevideo
(Escrito el 12/2/06)
Hacía años que no iba a Montevideo. Aproveché las largas tardes de verano para vagar, con mi mochila y mi cámara de fotos al hombro, por los lugares donde pasé casi todos los veranos de mi adolescencia. Heráclito me resonaba en los oídos, y trataba de pensar que no sólo la ciudad era otra: también yo había dejado de ser aquel pibe de pelo rebelde y piernas flacas que en el crepúsculo recorría la ciudad entera luego de haber tomado sol hasta la incineración en la playa.
El extrañamiento era doble, pero la ciudad y yo nos reencontrábamos como dos extraños con un pasado en común. Recorrí librerías de punta a punta en avenida 18 de Julio, sólo para encontrar allá los mismos libros que hay en Buenos Aires, un 15% más caros.
Lo esencial de Montevideo sigue intacto: la amabilidad de la gente todavía hace que uno pregunte una dirección y, si es preciso, junto a las indicaciones le dibujen un mapa para llegar. Averiguando por unos asuntos de distribución, fui a un par de editoriales a consultar. En una de ellas me atendió una rubia simpática y jovencísima con la que charlamos más de una hora. En la otra me atendió su director, que me llenó de folletos promocionales, tarjetas personales y consejos amistosos. Las librerías son similares: entré a una a preguntar algo y su dueño dedicó media hora a contarme vida, obra y milagros de los best sellers uruguayos.
La ciudad tiene edificios hermosos y bajos, los taxis avanzan lentamente, los colectivos (grandes, uniformemente grises, de recorridos laberínticos) van aún más lento, pero a nadie parece preocuparle.
Las chicas son un capítulo aparte. Las rubias de Carrasco son una raza excepcional, en la que se une la belleza de esos cuerpos esbeltos (el gym, los pilates y la genética han hecho su trabajo) a la simpatía y la sencillez propia del lugar. Son chicas que pueden vivir en una casa de 2 millones de dólares, pero aún así se sientan en el patio a tomar mate o andan conversando con desconocidos por la calle, sobre todo si son extranjeros desorientados. Dios las bendiga.
Llegar a la playa por primera vez es un punto culminante en todo viaje veraniego. Me saco las zapatillas y camino descalzo sobre la arena tibia, un placer que luego de un año de caminar sobre zapatos y zapatillas me resulta indescriptible. Llego a una duna tranquila y me saco el jean para quedar con la bermuda que traigo debajo. En ese instante recuerdo que Natalia, viéndome armar el bolso días atrás, preguntó si pensaba recurrir a la bermuda Paco Rabanne para causar estragos entre las cuarentonas de la playa. Sonrío recordándolo, pero no hay cuarentonas a la vista, y se agradece. En cambio, a unos quince metros hay algunas veinteañeras de bikinis casi virtuales, que muestran al mundo lo generosa que ha sido la naturaleza con ellas.
Montevideo es una ciudad para recorrerla a pie y sin mapa (perderse es una aventura, no un contratiempo), con una cámara de fotos colgada al hombro, con zapatillas cómodas y ropa liviana, con poca plata en el bolsillo y con una sonrisa en el corazón.
Hacía años que no iba a Montevideo. Aproveché las largas tardes de verano para vagar, con mi mochila y mi cámara de fotos al hombro, por los lugares donde pasé casi todos los veranos de mi adolescencia. Heráclito me resonaba en los oídos, y trataba de pensar que no sólo la ciudad era otra: también yo había dejado de ser aquel pibe de pelo rebelde y piernas flacas que en el crepúsculo recorría la ciudad entera luego de haber tomado sol hasta la incineración en la playa.
El extrañamiento era doble, pero la ciudad y yo nos reencontrábamos como dos extraños con un pasado en común. Recorrí librerías de punta a punta en avenida 18 de Julio, sólo para encontrar allá los mismos libros que hay en Buenos Aires, un 15% más caros.
Lo esencial de Montevideo sigue intacto: la amabilidad de la gente todavía hace que uno pregunte una dirección y, si es preciso, junto a las indicaciones le dibujen un mapa para llegar. Averiguando por unos asuntos de distribución, fui a un par de editoriales a consultar. En una de ellas me atendió una rubia simpática y jovencísima con la que charlamos más de una hora. En la otra me atendió su director, que me llenó de folletos promocionales, tarjetas personales y consejos amistosos. Las librerías son similares: entré a una a preguntar algo y su dueño dedicó media hora a contarme vida, obra y milagros de los best sellers uruguayos.
La ciudad tiene edificios hermosos y bajos, los taxis avanzan lentamente, los colectivos (grandes, uniformemente grises, de recorridos laberínticos) van aún más lento, pero a nadie parece preocuparle.
Las chicas son un capítulo aparte. Las rubias de Carrasco son una raza excepcional, en la que se une la belleza de esos cuerpos esbeltos (el gym, los pilates y la genética han hecho su trabajo) a la simpatía y la sencillez propia del lugar. Son chicas que pueden vivir en una casa de 2 millones de dólares, pero aún así se sientan en el patio a tomar mate o andan conversando con desconocidos por la calle, sobre todo si son extranjeros desorientados. Dios las bendiga.
Llegar a la playa por primera vez es un punto culminante en todo viaje veraniego. Me saco las zapatillas y camino descalzo sobre la arena tibia, un placer que luego de un año de caminar sobre zapatos y zapatillas me resulta indescriptible. Llego a una duna tranquila y me saco el jean para quedar con la bermuda que traigo debajo. En ese instante recuerdo que Natalia, viéndome armar el bolso días atrás, preguntó si pensaba recurrir a la bermuda Paco Rabanne para causar estragos entre las cuarentonas de la playa. Sonrío recordándolo, pero no hay cuarentonas a la vista, y se agradece. En cambio, a unos quince metros hay algunas veinteañeras de bikinis casi virtuales, que muestran al mundo lo generosa que ha sido la naturaleza con ellas.
Montevideo es una ciudad para recorrerla a pie y sin mapa (perderse es una aventura, no un contratiempo), con una cámara de fotos colgada al hombro, con zapatillas cómodas y ropa liviana, con poca plata en el bolsillo y con una sonrisa en el corazón.
es un poco cursi, Montevideo me parece una cuidad mas que nada gris.
ResponderBorrary las mujeres no son ni en pedo lindas..donde las viste?
para mi mejor, cuando llegue a montevideo con el que en ese momento era mi amante-compañero, nos recorrimos toda ciudad vieja en busca de un repique de candombe que él pudiera comprar. Barrio Sur, barrio palermo...me camine la vida desde Pocitos hasta la punta de Ciudad vieja. y siempre siempre me sentia la más linda de todas. La gente es gris, las calles son grises, si no tuvieran la murga y el candombe creo que se pudren en vida.
de verdad no te da nostalgia esa ciudad?
Supongo que estaba viviendo una época cursi durante las vacaciones (cuando tengo mucho tiempo libre me pasa). Fui muy feliz en esa ciudad y tal vez eso me predispone a verla con benevolencia.
ResponderBorrarEn cuanto a la belleza de las chicas, la Beauty Road empieza en Malvin y termina en Carrasco: he visto ejemplares únicos ahí, que además toman mate en la vereda y hasta te convidan. Un encanto.
Caminé de la mano éste verano por Montevideo...es gris, es nostálgica y es hermosa...
ResponderBorrar