Post mañanero
A las seis de la mañana todavía es de noche. Me levanto rápido para no darme tiempo a arrepentirme: hoy es un día de aquellos y más vale empezar rápido. Una ducha breve, un té cargado, y preparo la carpeta con los papeles, chequeo la agenda con la lista de indispensables del día y meto en la mochila lo que voy a necesitar. Mi oficina queda a una cuadra y media de mi casa: tengo unos 180 pasos entre una y otra, y eso es lo mejor de mi trabajo. A las siete y pico, cuando los primeros chicos de la escuela que hay a la vuelta pasan con sus guardapolvos blancos, yo estoy entrando a la oficina.
Hoy he leído en el diario que murió Alejandra Boero, la gran actriz que dedicó casi 60 años de su vida al teatro. No significa mucho para mí como actriz, pero su nombre me trae resonancias: ella fue una de las primeras entrevistas que hice en mi vida.
Hace más de 10 años, cuando tenía 18 y empezaba a publicar artículos en el suplemento cultural del diario, me mandaron a hacer una nota sobre escuelas de teatro y ahí la conocí. La recuerdo sonriente, de cara empolvada, de rostro arrugado pero con una sonrisa luminosa que le quitaba 30 años de encima. Me recibió en una sala donde había un cartel con un párrafo de Sábato copiado a mano. Fue cordial, incluso tierna. No me intimidó ni su edad, ni su prestigio, ni sus citas de Chéjov, y supongo que pudo haberlo hecho.
Yendo en el subte hacia mi primer compromiso, se para al lado mío un tipo de campera astrosa, barba de tres días, pelo cortado al rape y jeans rodilludos. Tiene toda la pinta de la gente que hace trabajos manuales, que repara cosas de la casa, como calefones o cañerías. No sé por qué lo imagino electricista. Hasta que el tipo saca de uno de los gigantescos bolsillos de su campera (que yo imaginaba llenos de destornilladores y cables) un libro de Mishima. Si hubiera sacado un misil antiaéreo, mi sorpresa no habría sido mayor. Un libro de un autor tan sofisticado me obliga a repensar todo lo que he visto del sujeto. En vez de ser un electricista debe ser un intelectual de élite, vestido con una campera anti-sistema y una pilcha que expresa su rebeldía contra el consumismo. Bien por él.
A dos metros hay una chica de unos 22 años. Camperita muy patio Bullrich, zapatos al tono, gran bolsa de cartón que dice Vitamina, jeans de buen corte y ajustadísimos. Está bien de donde se la mire, aunque en su cara tiene un gesto amargo. De la bolsa Vitamina saca un libro: “Rebecca” (así, con doble C, como para darle un toque de mayor exotismo). La novela tiene un subtítulo: “Un amor imposible, una pasión incontrolable”. Tiene toda la pinta de las novelitas rosas donde las protagonistas se llaman Jennifer o Catherine y se enamoran de tipos musculosos que siempre las desnudan en una playa donde hay palmeras. La flaquita se me cayó del Patio Bullrich a un outlet de Morón.
Durante la mañana tengo que dar unas vueltas por Palermo Hollywood. El barrio está ligado a mi vida cotidiana de hace 10 años, cuando no era ni Hollywood ni Soho ni nada, donde se podía tomar cerveza con maní en el bar Crónico hasta que amanecía (y siempre había buena música), donde era posible ir solo para volver acompañado, y también había un barcito que tenía fotos de Cortázar y un tablado flamenco, que servía unas hamburguesas completas que devorábamos con Maisa cuando llegábamos muertos de hambre después de una maratón erótica en su departamento.
A las seis de la mañana todavía es de noche. Me levanto rápido para no darme tiempo a arrepentirme: hoy es un día de aquellos y más vale empezar rápido. Una ducha breve, un té cargado, y preparo la carpeta con los papeles, chequeo la agenda con la lista de indispensables del día y meto en la mochila lo que voy a necesitar. Mi oficina queda a una cuadra y media de mi casa: tengo unos 180 pasos entre una y otra, y eso es lo mejor de mi trabajo. A las siete y pico, cuando los primeros chicos de la escuela que hay a la vuelta pasan con sus guardapolvos blancos, yo estoy entrando a la oficina.
Hoy he leído en el diario que murió Alejandra Boero, la gran actriz que dedicó casi 60 años de su vida al teatro. No significa mucho para mí como actriz, pero su nombre me trae resonancias: ella fue una de las primeras entrevistas que hice en mi vida.
Hace más de 10 años, cuando tenía 18 y empezaba a publicar artículos en el suplemento cultural del diario, me mandaron a hacer una nota sobre escuelas de teatro y ahí la conocí. La recuerdo sonriente, de cara empolvada, de rostro arrugado pero con una sonrisa luminosa que le quitaba 30 años de encima. Me recibió en una sala donde había un cartel con un párrafo de Sábato copiado a mano. Fue cordial, incluso tierna. No me intimidó ni su edad, ni su prestigio, ni sus citas de Chéjov, y supongo que pudo haberlo hecho.
Yendo en el subte hacia mi primer compromiso, se para al lado mío un tipo de campera astrosa, barba de tres días, pelo cortado al rape y jeans rodilludos. Tiene toda la pinta de la gente que hace trabajos manuales, que repara cosas de la casa, como calefones o cañerías. No sé por qué lo imagino electricista. Hasta que el tipo saca de uno de los gigantescos bolsillos de su campera (que yo imaginaba llenos de destornilladores y cables) un libro de Mishima. Si hubiera sacado un misil antiaéreo, mi sorpresa no habría sido mayor. Un libro de un autor tan sofisticado me obliga a repensar todo lo que he visto del sujeto. En vez de ser un electricista debe ser un intelectual de élite, vestido con una campera anti-sistema y una pilcha que expresa su rebeldía contra el consumismo. Bien por él.
A dos metros hay una chica de unos 22 años. Camperita muy patio Bullrich, zapatos al tono, gran bolsa de cartón que dice Vitamina, jeans de buen corte y ajustadísimos. Está bien de donde se la mire, aunque en su cara tiene un gesto amargo. De la bolsa Vitamina saca un libro: “Rebecca” (así, con doble C, como para darle un toque de mayor exotismo). La novela tiene un subtítulo: “Un amor imposible, una pasión incontrolable”. Tiene toda la pinta de las novelitas rosas donde las protagonistas se llaman Jennifer o Catherine y se enamoran de tipos musculosos que siempre las desnudan en una playa donde hay palmeras. La flaquita se me cayó del Patio Bullrich a un outlet de Morón.
Durante la mañana tengo que dar unas vueltas por Palermo Hollywood. El barrio está ligado a mi vida cotidiana de hace 10 años, cuando no era ni Hollywood ni Soho ni nada, donde se podía tomar cerveza con maní en el bar Crónico hasta que amanecía (y siempre había buena música), donde era posible ir solo para volver acompañado, y también había un barcito que tenía fotos de Cortázar y un tablado flamenco, que servía unas hamburguesas completas que devorábamos con Maisa cuando llegábamos muertos de hambre después de una maratón erótica en su departamento.
Paso por la esquina donde había un bar donde una vez nos agarramos de las manos y conversamos toda la noche sin soltarnos, mirándonos a los ojos y sintiendo que, pasara lo que pasara, esa noche iba a ocupar un lugar en nuestras vidas. Hoy en ese lugar hay una casa de decoración. Paso por la plaza donde una madrugada de verano lo hicimos sobre el césped y después nos quedamos tirados panza arriba esperando que amaneciera. Ahora la plaza está llena de rejas. El barrio está cambiado: se ven demasiadas casas recicladas, demasiados autos caros, demasiado traperío de marca. ¿Dónde habrán ido a parar los chicos y chicas que hace 10 años iban a la placita con sólo diez pesos en el bolsillo y una sonrisa en la cara, y eso alcanzaba para conocer a alguien y vivir una noche memorable?. Tal vez algunos se habrán refugiado en San Telmo, en los pocos pubs sin pretensiones que van quedando. O tal vez ya nadie sale un sábado a la noche confiando en su buena suerte y en unas pocas monedas.
Soy de aquellas que se quedaban en cronico cuando habia pizza gratis los miercoles...muchos años atras ya...lindo relato, lindos recuerdos trajo ud a mi mente.
ResponderBorrarChe que cositas piolas que escribís. Las publicás en algún lado?
ResponderBorrarCarolain
sí, qué lindo este blog. un descubrimiento.
ResponderBorrarNos, los vecinos de Palermo ya no salimos un sábado a la noche confiando en nuestra buena suerte y en unas pocas monedas. Ya no más.
ResponderBorrarY de los mimos en el pasto de una plaza ni le hablo, son todas de cemento.
Qué lastima. Lo triste de estas cosas es que cuando se pierde una linda costumbre, siempre se está perdiendo mucho más que eso.
ResponderBorrary yo que me mudé de San Telmo a Palermo... siempre a contramano...
ResponderBorrarJaja...venite a San Telmo los viernes y sábados, que acá la fiesta todavía conserva la esencia.
ResponderBorrarSaludos
Y yo escribí ese post cuando me pasó algo parecido a lo que contás acá.
ResponderBorrarVolvía de esa misma esquina, de pasearme (a la fuerza, a la rastra, para salir por salir saliendo) entre 20.154 percheros con remeras, polleras, camisas, camperitas con sus respectivos diseñadores-lacayos parados al lado, listos para introducirlos a la sociedad ni bien el paseante dijera la contraseña: "me lo llevo".
Rebecca (asi con doble C) es un clásico. Lo escribió Daphne Du Maurier y Hitchcock la llevó al cine.
ResponderBorrarfantastic points [url=http://pandoracharmsukmart.co.uk]pandora charm bracelet[/url] altogether, you simply won a new reader. [url=http://pandoracharmsukmart.co.uk]pandora charms uk[/url] , What might you suggest about your put up that you just made a few days ago? Any sure?
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