19.12.06

Historias mínimas (II)
A dos cuadras de mi casa están los restos de lo que fue el centro de detención ilegal conocido como “Club Atlético”. Hace un par de años se descubrieron, bajo un terraplén, los cimientos y las paredes de ese campo de concentración, donde fueron torturadas y asesinadas decenas de personas. Cuando la noticia salió en el diario, una mujer se presentó en el lugar y se quedó parada en la vereda, mirando cómo avanzaban las excavaciones. Iba todos los días temprano a la mañana y se quedaba hasta la tarde de pie en la vereda, inmóvil y en silencio, mirando con anhelante interés cada carretilla de tierra que sacaban del lugar.
El diario Clarín le hizo una nota. La mujer contó que su hija de 19 años había sido secuestrada en 1976, y que pocos días después ella pudo saber que estaba detenida ahí, donde funcionaba una dependencia de la policía. Fue a preguntar por la chica y le permitieron pasar a verla durante unos minutos. Relató que la había encontrado en unos cubículos oscuros, tirada en el suelo de cemento, dormida o desmayada. La tomó de un pie y la sacudió suavemente. La chica se despertó y antes de reconocer a su madre gritó que por favor no le pegaran más. La chica llevaba pocos días ahí adentro, pero su madre se aterró al ver las huellas del maltrato. Hablaron unos minutos antes de que a la mujer le ordenaran marcharse. Antes de irse preguntó en la guardia cuándo podría llevarse a su hija. Le dijeron que si “no tenía nada que ver” iba a tenerla de vuelta en su casa en una semana. Al día siguiente volvió a la dependencia con algo de ropa y comida, pero ya no la dejaron ingresar ni le permitieron dejar las cosas que había llevado. La próxima vez que volvió le negaron que la chica estuviera ahí y la echaron. Eran los comienzos de la dictadura y la magnitud del terror todavía era desconocido. Las madres aún eran crédulas cuando les decían que a sus hijos se los llevaban por averiguación de antecedentes, y aceptaban que les dijeran que en pocos días volverían. La mujer nunca volvió a ver a su hija.
Cuando se inició la excavación, regresaba todos los días tratando de encontrar en las paredes alguna inscripción, algún mensaje, algo que la chica hubiera querido decirle antes de morir. “Estoy segura de que me dejó algo escrito: ella no puede haber muerto sin dejarme algunas palabras escritas en alguna parte”, le contó al periodista que la entrevistó. Por esos días, de las entrañas del horror brotaron restos de ropas y huesos humanos, y también se desenterraron las paredes de lo que habían sido las celdas. Por cansancio, por piedad, por aburrimiento, los obreros que trabajaban ahí dejaban pasar a la mujer a echar un vistazo en las ruinas que iban excavando.
Leí la crónica con curiosidad al principio -pasaba caminando por el lugar casi todos los días- y luego con profundo dolor. Me sacudió pensar que cualquier tarde, cuando pasara a tomar el subte, iba a encontrarme con esa mujer parada en la vereda. Pensé si me acercaría a decirle algo, si le daría un abrazo en silencio, o si me limitaría a mirarla de lejos. Supe que ante el abismo de ese dolor, no hubiera podido hacer nada, ningún gesto de solidaridad ni de simpatía, ninguna palabra que me permitiera decirle que su historia me dolía a mí también. Estuve muchas semanas sin pasar por esa vereda, para evitar cruzarme de frente con tanta tragedia, porque la visión de esa mujer silenciosa y de pie en la vereda me hubiera dolido más de lo que hubiera podido soportar. Las excavaciones siguieron hasta terminar y nunca supe si la mujer encontró algún mensaje. Cada vez que paso por ahí -los trabajos han terminado hace mucho y veo un monolito de homenaje puesto por organizaciones de derechos humanos- deseo fervientemente que aquella mujer haya encontrado algo, alguna palabra que tanto tiempo después pueda pronunciar para evocar a su hija.

11.12.06

Revancha
Luego de pasar un mes escribiendo artículos sobre balances corporativos, termino soñando con hileras de números y cuadros de resultados financieros. No he visitado este blog en varias semanas, ni he salido a hacer fotos, ni he desperdiciado horas vagando por San Telmo. Apenas, de vez en cuando, sacaba el libro de relatos completos de Virginia Woolf de un cajón de mi escritorio y leía, entre dos informes, un cuento. Casi a escondidas, como un adicto que se esconde en el baño para darse un saque.
Chequeo cifras de balances: números asépticos, ordenados, previsibles. Columnas de cifras desangeladas que son el esqueleto financiero de multinacionales sin rostro. Porcentuales límpidos, que hablan de posiciones teóricas en un mercado virtual. Las carpetas -de presentación severa, opaca, rigurosa, con profusión de azules y grises, encuadernadas en tapas costosas que huelen a tintas importadas- se apilan en mi oficina mientras pienso que en esos millares de páginas no hay nada remotamente humano.
Casi a medianoche, luego de trabajar un día entero, releo los textos en pantalla y envío por mail las correcciones al equipo de diseño. Cierro los archivos, guardo la versión final de la nota y despejo el escritorio de papeles. Abro el anillado de la carpeta donde se encuentra el último balance que utilicé. Quito las 600 páginas de números y me acerco a la ventana con ellas en la mano. Miro hacia abajo y verifico que por la calle no pasa nadie. Arrojo las hojas al vacío. Me quedo observando cómo flotan en el aire, se dispersan y caen de a una, lentamente, alejándose en la brisa nocturna. Algunas caen en unos charcos de agua barrosa. Como una íntima venganza, me divierte imaginar que en sus páginas las cifras ya no se ven tan asépticas.
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