31.10.06

Ficcional
Al despertar se queda mirando el techo y durante unos instantes intenta recordar en qué país está. Las sábanas de lino egipcio huelen débilmente a lavanda y ve sobre la cómoda de la suite dos botellas de champagne francés sin abrir y un gigantesco ramo de flores con una tarjeta enorme. Toma nota mentalmente: dio órdenes de que no le subieran regalos a la habitación del hotel, así que alguien deberá responder por el descuido.
Empieza a incorporarse mientras recuerda algunos momentos de la noche anterior. La chica con la que durmió y a la que trató bastante mal, la top model de formas perfectas que eligió luego de ver su foto en bikini en la tapa de la edición francesa de Vogue. Mientras se viste recuerda la expresión taciturna de la chica cuando le dijo, a las 3 de la madrugada, que debía marcharse. Luego, el operativo habitual: llamar a seguridad, pedir un auto discreto, sacarla por la puerta trasera del hotel, esquivar a los paparazzi.
Minutos antes había notado con frustración que ese cuerpo perfecto de 19 años se le ofrecía sin reservas y él apenas podía poseerlo. Había tomado las pastillas, seguía con el tratamiento de inyecciones, se hacía aplicar las ampollas de hormonas que le traían de Asia a 7.000 dólares por unidad. Y era una paradoja que mientras los cuerpos jóvenes y perfectos seguían viniendo a él, su propio cuerpo prefería un colchón mullido, sábanas de lino y una buena sesión de masajes antes que la belleza sobrenatural de una top model adolescente.
Camina descalzo sobre la alfombra hasta el pequeño escritorio de la suite. Por los ventanales se ve la playa de Copacabana pero apenas la mira. Observa distraídamente los papeles sobre la mesa: informes de dos juicios contra la ex discográfica que manejan sus abogados desde Londres, una demanda por paternidad desde Suiza y la confirmación de que su contador asentó el último pago por regalías -16 millones y medio de dólares- que serán transferidos a su cuenta personal de Luxemburgo. Levanta el teléfono y marca el número que dice “personal assistant”. Con un gruñido informa que se levantó y corta antes de oír la respuesta. Sabe que su llamado pondrá en marcha una compleja maquinaria que se organiza en torno a sus deseos. En la cocina del hotel comenzarán a prepararle el té de Tailandia que toma desde hace 20 años, los encargados del room service separarán su ejemplar del Times londinense que llegó por vía aérea en la madrugada, su personal trainer tomará el ascensor para presentarse diez minutos después en su puerta, su secretario reunirá la correspondencia del día y los recortes de los diarios brasileños que hablen de la banda (incluyendo traducción de los artículos), en una carpeta le presentarán, impresos en papel celeste, los mails más importantes que recibió en las últimas horas.
Va al baño y comprueba con fastidio que está ojeroso y tiene mal aliento. Es algo peor que eso: tiene aliento a viejo. Hace meses que le viene pidiendo a su equipo de médicos algo para solucionarlo. Le cobran fortunas para mejorar el color de su piel, para filtrarle una vez por año la sangre, para mejorar la elasticidad de los músculos y la fortaleza de sus huesos, y para prevenir la caída del pelo. Pero ese aliento a hombre viejo lo persigue. Piensa que las modelos adolescentes que le piden un beso de lengua perciben, antes que el contacto de sus labios, ese olor a viejo.
Se sienta en un sofá frente a la ventana. Le duele la espalda y las articulaciones de las rodillas. Tiene en la cabeza la primera frase de una canción pero su suite no tiene piano: otro descuido que le hará pagar caro a alguien. Sobre la mesa ratona hay dos libros que está leyendo: la biografía de Mao y un estudio de las letras de Dylan. También, una agenda negra con teléfonos de dealers, actrices porno, prostitutas de lujo y proveedores de los caprichos más bizarros.
Escucha ruidos en el pasillo. Gente que se apura, que habla en voz baja, oye órdenes que se pronuncian en un idioma que desconoce. Imagina su té, sus diarios, su agenda del día, su carpeta de prensa y sus mails privados. Es un día difícil: al anochecer van a dar un concierto para un millón de personas, le duelen las articulaciones, anoche no pudo tener sexo, su aliento agrio lo deprime y no tiene ninguna gana de hacer la teleconferencia prevista para el mediodía, con su equipo de abogados y contadores para organizar las finanzas de la gira.
Golpean débilmente la puerta: dos toques que identifican a su asistente personal. Grita ”yeah”, se levanta del sillón con un suspiro e intenta darse ánimos pensando que esa noche un millón de gargantas van a gritarle “sos lo más grande del mundo, Mick”.


Este domingo a las 21 hs. National Geographic emitirá un especial sobre el concierto de los Stones en Brasil, el mayor en la historia del grupo y uno de los más importantes en los registros del rock. Tal vez el gran Mick empezó así ese día histórico. Ojalá lo haya empezado mejor.

29.10.06

Apuntes
Me quedo mirando hasta la madrugada un documental sobre el Guernica de Picasso y cuando me duermo los rostros distorsionados del cuadro ilustran una extraña pesadilla en la que intento sostener un libro de Lacan que se me deshace en las manos. ¿Por qué de Lacan y no de Faulkner, que es lo que estoy leyendo?.
En la mesa de luz tengo un libro de 500 páginas titulado “Por qué Freud estaba equivocado”. Es cool descreer del psicoanálisis. Pero también es cool tener una amante bisexual, afeitarse el pecho, usar cosmética masculina y tener al menos tres eventos por mes en el Yacht de Puerto Madero.
Estos son días de mucho trabajo y de íntima inquietud. La parte diurna de mi vida ha caído bajo la dictadura de la razón. Por las noches tengo pesadillas monstruosas. Las considero la copia en negativo de lo que pienso durante el día.
La veo a F. y hablamos de cine, de oportunidades perdidas, de discos viejos. Le cuento que estoy haciendo un seminario en la UCA y se ríe al saber que por las noches voy a un curso donde se cruzan filosofía, mística y teología. Estas noches salgo del seminario y camino por Puerto Madero recordando frases que escuché en clase. La palabra poética como hecho trascendente, la mística de lo sobrenatural, la poesía de Sor Juana y las búsquedas del cristianismo. Una vez más compruebo que voy a un ámbito religioso en busca de belleza poética. Me incomodan los posters de Juan Pablo II en los pasillos, la turbia amabilidad del personal no docente, los severos trajes azules del profesorado. No hay caso: soy un irremediable producto de la UBA que sólo se siente cómodo en las aulas desordenadas y vocingleras, con profesores melenudos y paredes llenas de consignas políticas.
En el fondo del aula nos sentamos los descreídos, los escépticos, los huérfanos de toda creencia. Mirando alternativamente al pizarrón y a la ventana donde se ve el reflejo de la luna, tomando nota de nombres sueltos (Kierkegaard, Hölderlin, Santo Tomás), escuchamos hablar de las diferentes versiones del cielo y el infierno. Oigo hablar de budismo, cristianismo e hinduismo y tomo notas en mi cuaderno. Escribo una lista de libros para leer, averiguo por autores adicionales, pienso en nuevos cursos. Sin querer reconocerlo busco, entre esos polvorientos libros religiosos, la belleza eterna de los relatos antiguos y quizá alguna certeza que me sirva para atravesar las tormentas.

26.10.06

Heart of stone
Paso la tarde en la oficina mirando la lluvia por la ventana y bajando videos de recitales de los Rolling Stones en YouTube. Hay joyas increíbles; incluso algunas imágenes del trágico recital de Altamont en 1970, cuando el grupo toca una soberbia versión de “Sympathy for the devil” mientras los Hell´s Angels apuñalan a un espectador frente al escenario y a la vista de todos, incluso de la banda.
Miro algunas canciones de un recital realizado en Estocolmo hace varios años. Reconozco el decorado del Vodoo Lounge Tour, el primero que vi de los Stones, en 1995. Luego de esa primera vez, los vería cuatro veces más en vivo. En esa oportunidad había ido con M. a verlos a River. Hacía poco que habíamos empezado a salir: yo la había dejado a A. luego de varios meses de noviazgo y M. abandonó a su novio a la semana de conocernos.
Esa vez fuimos al estadio River al atardecer y entramos directamente al campo. En pleno recital, bailamos abrazados, tomamos cerveza, revoleamos las camperas y nos besamos interminablemente. Cuando Jagger cantó “Out of tears” la situación llegó al clímax. Ese tema significó un beso de tres minutos y medio, sus manos dentro de mi remera, su cuerpo sintiendo el ímpetu del mío, la semioscuridad, el calor, el perfume de dos cuerpos anhelantes, la piel encendida y las palabras dichas al oído, mezclándose con las estrofas de la canción.
Escucho ese tema once años después y reconozco en la pantalla el decorado del escenario, recuerdo la voz y el piano, el vestuario de Jagger, esa letra que habla de amores contrariados, de ausencias, del paso del tiempo. Desde ese instante, la canción se convirtió en uno de nuestros recuerdos fundacionales, casi una clave secreta que atesoramos a partir de ese día.
Me pregunto si M. sentirá lo mismo cada vez que la escucha. Sé de ella que está en pareja, que le va bien en su carrera (escucho su apellido con bastante frecuencia), que sigue siendo una chica simpática, inteligente y sensible, y que sigue tan linda como antes. La última vez que la vi (cuando nos cruzamos casualmente por la calle, cuando nos contamos qué era de nuestras vidas y luego acordamos no tratar de volver el tiempo atrás), me dijo que había algunos lugares a los que evitaba regresar porque le traían demasiados recuerdos, ciertos errores que se esforzaba por no repetir, algunas frases que todavía le resonaban. Me pregunto si además habrá una canción que prefiere no escuchar.

22.10.06

Surreal
Leo a Cheever y siento que el mundo entero a mi alrededor se ha teñido del clima irreal de sus narraciones. En conversaciones casuales escucho historias sobre gente que esconde secretos terribles, que oculta hábitos excéntricos, que toma decisiones trágicas o patéticas, o que desaparece de su casa por varios días sin dar explicaciones.
Aprovecho el sol del domingo para ir con mi libro a tomar sol y leer a la costanera. En un banco cercano hay un hombre de unos cuarenta años sentado junto a un bidón de agua mineral de cinco litros. Mira el horizonte en silencio y de vez en cuando toma un trago de agua. Junto a él se sienta una mujer de unos sesenta años. Mientras leo, deseo fervientemente que no se pongan a conversar: quiero leer en silencio y desde donde estoy seguramente su conversación va a filtrarse entre las frases del libro. Como si me hubiera oído, el hombre saluda a la mujer y pronto están enredados en una charla anodina sobre la belleza del día.
-Yo nací en un lugar así -dice el hombre, señalando la arboleda y el río-. Bah, algo parecido. Soy nacido en el Delta.
Interrumpida mi lectura, pienso con fastidio que se trata de una comparación rebuscada y me detengo en la notoria falla de la frase “soy nacido en”.
-¿Usted cómo se llama, señora? –pregunta el hombre.
-Susana.
-Acuérdese, Susana, de que ha conocido a un buen hombre.
Dejo de leer y miro en detalle por primera vez al sujeto. Al hacerlo, me cruzo con la mirada de extrañeza y desconfianza de la mujer. Él no parece borracho, está correctamente vestido, pero es evidente que algo en él funciona mal. La mujer apenas responde y se levanta precipitadamente de su asiento.
Que no se le ocurra hablar conmigo, pienso. Afortunadamente mi banco está lejos, aunque por las dudas preparo mi mochila para irme si se empeña en conversar.
Escucho que el hombre hace un sonido extraño, parecido a un suspiro entrecortado. Levanto la vista y lo observo por segunda vez. Está llorando. Saca el celular de su cintura y llama a un número. Habla atropelladamente y en voz baja. Oigo “no sirvo para nada” y “es demasiado tarde”. Corta y sigue llorando. Es una imagen extraña: un hombre robusto de unos cuarenta años, bien vestido y con un celular caro, sentado junto a un bidón de agua, con la cara enrojecida mientras las lágrimas corren por su rostro.
Un grupo de gente (dos matrimonios de mediana edad) viene a sentarse cerca, sin mirarlo. El hombre deja de llorar y mira al piso. Los matrimonios hablan en voz fuerte a su lado: comentan anécdotas de bingo y se ríen. El hombre permanece en silencio, hasta que poco después se sientan junto a él dos mujeres de unos sesenta años. Él las saluda y de inmediato empieza a conversar, una vez más, sobre lo lindo que está el día. Vuelve a decir que nació en el Delta. Cuenta que tiene once hermanos y, casi sin transición, dice que su mujer acaba de dejarlo y que vino ahí a matarse. El sobresalto de las dos viejas es perceptible. Hablan con él de Dios y le repiten varias veces que no piense cosas raras. Miran a su alrededor, como buscando apoyo para el caso de tener que enfrentar una situación difícil. Yo permanezco con la cara hundida en mi libro, simulando no haber oído nada. Leo con absorbente interés mi colección de historias de Cheever, como si no hubiera notado que justo al lado mío está ocurriendo una de ellas.

18.10.06

Peligro de gol
Detesto con toda el alma a las minas futboleras. Verlas con gorritos, vinchas y remeras de su club preferido mientras vociferan los insultos del más grueso calibre hacia los árbitros me parece una negación visceral de su femineidad. No entiendo cómo hay pibes que tienen novias futboleras. Se me ocurre que es algo parecido a salir con un camionero: mismo vocabulario, mismo primitivismo intelectual, idénticas reacciones antediluvianas frente al televisor.
Me pregunto si una chica aceptaría salir con un tipo que, por ejemplo, coleccionara Barbies. Todo el mundo le diría que su novio, si no se la come, lleva los cubiertos en el bolsillo. Sin embargo, una mina capaz de dirigirle al equipo contrario puteadas que harían enrojecer a un estibador portuario, que amenaza al árbitro con arrancarle los testículos con los dientes, cocinarlos a la plancha y dárselos a comer al perro, que intenta prender fuego un estadio mundialista con miles de hinchas adentro, y que grita un gol hasta escupir los pulmones, es perfectamente tolerable. Para algunos.
Yo salí con una sola mina a la que le gustaba el fútbol. Y salí con ella únicamente porque era el clon más perfecto de Pamela Anderson que se podía conseguir en el hemisferio sur. Además me limité a salir hasta que pudimos -digámoslo así- concretar un par de goles y en cuanto el marcador estuvo a mi favor, quedó fuera de torneo. La rubia era de Boca, así que supongo que luego mi identikit habrá llegado a las manos de la Doce, que todavía me debe andar buscando.
Recuerdo ese trámite con íntima felicidad. Y pienso si se justificará repetirlo, mientras una de mis veinteañeras favoritas me dice cuándo la acompaño a la cancha a ver a Independiente y yo me pregunto cómo se verá su abundante delantera mientras ella salta festejando un gol.

13.10.06

¿No pero Sí?
Conversamos con mi amigo M. sobre las negativas de las mujeres. Él anda detrás de una que le ha dicho que no por tercera vez aunque sospecha (o desea) que en eso haya un sí encubierto. ¿Cómo saber cuándo una mina es literal y cuándo no lo es?. Sostengo que esa discusión me parece absurda:
-O la mina es literal al decir no, y no vale la pena seguirla, o acostumbra decir no cuando piensa en un sí, y entonces es una histérica. Ninguno de los dos casos merece que la sigas.
-Vos no entendés la psicología femenina. Dicen que no para hacerse desear más, de manera que es apenas un recurso para reforzar su sí.
Recuerdo que casi todos los casos de violencia hacia las mujeres empezaron con mujeres diciendo que no y tipos interpretando que sí. Y pienso en el caso inverso: cuando una mina piensa en un no pero accede -por cansancio, aburrimiento o simple cálculo- y te tira un sí, aunque todo su cuerpo es una enorme negativa.
Recuerdo a una chica con la que salí un par de meses hace muchos años. Había elevado la “histeria estratégica” al nivel de arte. Cada discusión terminaba con ella rompiendo la relación, decisión que cancelaba un par de horas después mediante un llamado telefónico meloso y de alto voltaje erótico. Con ella, uno nunca sabía si tenía novia o había dejado de tenerla un par de horas antes, dados sus imprevisibles cambios de humor. Lo hizo un par de veces, hasta que decidí que no iba a dejarle pasar la próxima.
Fue suficiente con una pequeña discusión para que ella terminara decretando la disolución de la historia. Con entusiasmo mal disimulado le tomé la palabra. Cuando llamó para reconciliarse era tarde. Se quedó pensando que la había abandonado por el tono de nuestra última pelea. Nunca supo que la había dejado por idiota.

11.10.06

Dualidades
Mientras voy a un reportaje leo una fantástica entrevista a John Irving. El remise avanza por avenidas arboladas hacia Vicente López y yo miro de reojo la tormenta que comienza a armarse en el horizonte. Imperceptiblemente, voy metiéndome en la charla de Irving y sin darme cuenta termino leyéndolo entre sonrisas en el asiento trasero del auto. Sus novelas me gustan, pero no lo conocía como un conversador tan agudo y divertido.
Debería estar leyendo los reportes de cifras de la empresa que voy a entrevistar, debería estar preparándome para hacerle un gran reportaje a un CEO que tiene dos títulos de Harvard y es famoso en el mercado por su habilidad. Ni siquiera he chequeado mi lista de preguntas, así que posiblemente termine preguntando obviedades.
A través de la ventanilla abierta entra el viento perfumado por las hileras de paraísos y de jazmines. El aire ingresa violentamente y se embolsa en la parte trasera del auto, alborotando los papeles de mi portafolios. Retengo algunas frases del libro. Luminosas, inteligentes, elegantes.
Cuando el auto dobla en una esquina alcanzo a ver el río y poco después nos detenemos frente a un edificio de vidrio y metal. Empiezan a caer las primeras gotas de lluvia cuando entro a la recepción. Me miro de reojo en el espejo del ascensor mientras subo: no me he mojado casi nada al entrar y el traje oscuro se ve impecable. Minutos más tarde, en una gran sala de reuniones con vista al río, estaré hablando de inversiones y tendencias de mercado. Abstraído en sus propias palabras, mi entrevistado jamás imaginará que mientras lo escucho en silencio tengo la vista fija en el horizonte que se oscurece a sus espaldas, y la cabeza llena de frases de un remoto novelista norteamericano.

8.10.06

Sábado
La consigna es elemental, pero este fin de semana está dedicado a recuperar un par de cosas simples. Consiste en recorrer con todo el tiempo del mundo las librerías de Corrientes y encontrar un libro bueno-bueno por diez pesos o menos. El atardecer veraniego es perfecto para el plan.
Camino lentamente entre las mesas de libros, revuelvo las estanterías, me detengo a leer contratapas, voy desde Libertad hasta Callao, yendo por la vereda de los números pares, regresando por la vereda impar. Me quedo conversando con tres o cuatro libreros sobre los temas de siempre: qué se vende, cuál fue el chasco del mes, qué catálogos se están poniendo interesantes. Uno de ellos, que recibía mis libros, me pregunta cuándo vuelvo a editar.
Miro la efervescencia cultural de Corrientes. La gente entra a los teatros, sale de los cines, recorre librerías, se sienta en un café a leer. Pregunto por una traducción de Joyce y un tipo que está haciendo cola para pagar se me cuelga a hablar sobre traductores. La noche está llena de minifaldas, de chicas bronceadas, de perfumes sutiles.
Miro libros con la consigna en la cabeza para no caer en la tentación. Encuentro un libro de ensayos de Jonathan Franzen a $ 12, la biografía de Proust escrita por Maurois a $ 15, un Van Gogh editado por Taschen a $ 80. Sé que en la semana voy a volver para arrasar con todo eso, pero no me aparto de la idea original. Hasta que encuentro una edición de The Paris Review sobre la nueva novela norteamericana. Diez pesos. Bingo.
Por la tarde hablé con A. y le propuse no vernos este sábado. Le digo que nada nos obliga a vernos todos los fines de semana. Luego del comentario se despide y corta abruptamente. Vuelvo a casa feliz con mi libro y más feliz aún con la idea de que voy a encerrarme en soledad. Es bueno comprobar que algunas cosas siguen como antes.

4.10.06

Fuera de foco
Los tacos te incomodan, el vestido ajustadísimo no te deja respirar y el escote que se ofrece al mundo entero como una promesa te avergüenza un poco. Estás ahí pero tu cabeza está en otra parte, y mirás para todos lados, no tanto buscando a quién saludar sino buscando una puerta por donde huir. A tu lado pasan Iván de Pineda, Suar, el notero de CQC y un tipo que lleva el logo de Telefé en la solapa. Pasan, miran, murmuran. Disimulás la incomodidad: a fin de cuentas estás para eso. La transacción que te asignaron es esa: proporcionarle algo de belleza a la fiesta y recibir con rostro agradecido los comentarios entre vulgares y agresivos de quienes te miran.
Tu amiga, que es más desenvuelta y habla más, cuenta que te llamás Camila, estudiás Medicina y tenés 21. Vos sonreís y parecés de 17. Conversás sin preguntarme dónde trabajo ni qué puesto ocupo. Tampoco verificás que saco y camisa estén bien combinados ni me relojeás la marca del celular que (no) uso. Decís que luego del evento te volvés a Flores y yo -luego de horas de oír hablar de Nordelta- súbitamente recuerdo que existen otros barrios y vive gente en ellos. En las últimas horas, (cuando todo el mundo vive en Nordelta o está mudándose allí) había empezado a dudar de la existencia del tejido urbano.
J. anda por ahí, correteando contactos útiles a los cuales sacarles el compromiso de un negocio y persiguiendo chicas a las cuales sacarles alguna transacción más efusiva. En el escenario, los pibes tecno de BajoFondo Tango Club masacran a Piazzolla. Algunas chicas, que no saben quién fue Piazzolla, pero que también ignoran qué es BajoFondo Tango Club los miran con veneración.
Vos agarrás una copa de champagne y me decís que es la sexta. Preguntás si se te nota. Sin esperar respuesta señalás mi copa de agua y comentás que eso es lo que deberías estar tomando. La noche va a terminar de manera surrealista: volviéndome a mi casa con cuatro botellas de champagne francés que me gané en un sorteo absurdo, buscando taxis para cinco colegas borrachos, abandonando en la barra por simple aburrimiento a la mina con la que había ido a la fiesta, tratando de encontrar en el amontonamiento a una rubia con aspiraciones de top model que me miró un par de veces (y sin poder hallarla), mirándole de reojo las lolas a Verónica Lozano, bajando las escaleras de mármol completamente sobrio pero mareado por la música y la charla, mirando el cielo húmedo y nuboso, preguntándome dónde estarías en ese momento, con tanto champagne encima y tanta soledad en la mirada, pensando que me estoy diluyendo entre caviar y botellitas de Evian, caminando algunos metros por Libertador en la dirección equivocada y pensando con amargura que era de esperar, porque todo en esa noche ocurrió en la dirección equivocada.

2.10.06

Lunch
Salimos del almuerzo de American Express con M. y D. Lugar muy cool de San Telmo, menú impecable, discurso plomizo del CEO. Ojalá algún día la oratoria de estas empresas esté a la altura de su catering, comentamos al salir. Como es temprano, decidimos irnos a tomar algo a Puerto Madero. Al llegar insisto en que nos sentemos en una mesita al sol. Nos ponemos al día en los chismes de la industria (los problemas financieros del diario Perfil, el próximo lanzamiento secreto de Clarín, la verdad sobre el gerente de Comunicaciones Corporativas que acaba de renunciar a su cargo en una multinacional), y pronto nos ponemos a hablar de minas. Las que circulan en el mercado paralelo, aquellas casadas o comprometidas que son conocidas por su afición a la trampa. Como me mantengo fuera de ese mercado, escucho en silencio y me asombro de los nombres que oigo. Con aprehensión, temo escuchar en ese circuito el nombre de A., una chica que trabaja en una agencia de publicidad y que me tiene fascinado desde la primera vez que la vi. Por suerte, no aparece en la lista, aunque me aclaran que ésta no es exhaustiva ni mucho menos. Esto es el mercado de carne de Liniers -dice M.- mirás la mercadería en oferta, elegís y te la llevás.
La charla me provoca cierta tristeza. Me quedo en silencio mirando los autos que pasan, el agua marrón del dique y los árboles a lo lejos. Cuando ya son las cuatro de la tarde nos despedimos y cada uno vuelve a su oficina. Yo tengo una reunión cerca de Corrientes, de modo que me voy caminando por Puerto Madero hacia el centro. Paso por el comedor de Castells. Están repartiendo algo, aunque hay poca gente. Al pasar junto a ellos los miro. Una chica de delantal blanco y guantes de nylon que me ve observarlos se me acerca con una canastita y me ofrece una torta frita. Sonríe.
Dudo un instante, pero agarro una y le doy las gracias. Me voy comiéndola mientras camino, y pienso que tiene un sabor muy parecido a las que preparaba años atrás mi abuela. También pienso, con algo de culpa, que cuando la chica se me acercó creí que iba a insultarme. Repentinamente decido que si otro día vuelvo a pasar y la veo, la saludo.
eXTReMe Tracker