31.8.06

Lecturas
"Se puede confiar en las malas personas: no cambian jamás".
(William Faulkner)

28.8.06

Diez años después
A veces el pasado regresa de la peor manera. No vuelve para ayudar a entender ni para revivir las cosas buenas, sino para hacer ver que uno ha sido un imbécil o, sencillamente, un cobarde.
En estos días converso bastante con L., que trabaja conmigo desde hace un par de meses. Como este mercado es chico, él y yo hace diez años trabajábamos en otra editorial dedicada al mismo segmento. Charlando mientras almorzamos luego de una reunión, me cuenta cosas de los tiempos en que trabajaba en la otra empresa. Fatalmente, terminamos pasando revista a las minas del staff. Surge el nombre de Paula N.: soy cauto en mis comentarios porque la mina me gustaba aunque siempre lo disimulé.
Por entonces yo recién ingresaba en la veintena y era un posadolescente silencioso y huraño que prefería leer todo el día antes que hablar con nadie. Escribía en el suplemento literario del diario y en varias revistas, y aunque mi nombre se publicaba en varios lados, en esa época era tan tímido que hubiera querido ser invisible. Yo era el editor de la sección bibliográfica de la revista, de modo que iba a la redacción una vez por mes, entregaba mi artículo, recogía la correspondencia que llegaba a mi nombre, retiraba mi cheque y me iba luego de una reunión de cinco minutos con el director periodístico.
Paula tenía un par de años más que yo, era diseñadora gráfica, estaba a cargo de la parte visual de la publicación y había desarrollado toda la estética de un programa de televisión donde a veces la nombraban. Se había comprado una gran moto roja que dejaba estacionada en la puerta del edificio donde funcionaba la editorial. Tenía esa combinación de piel trigueña, ojos verdes y cabello rubio que siempre me fascinaron, mostraba mucha personalidad para vestirse y se reía con unas carcajadas sonoras que se escuchaban en toda la redacción. Demasiado hermosa y con demasiada onda, pensé. De inmediato decidí ahorrarme un porrazo así que preferí ignorarla. Me limitaba, cada vez que iba, a mirarle disimuladamente las piernas (siempre usaba minifaldas) pero creo que jamás la miré a la cara.
L. se acuerda de ella. Luego de un par de datos irrelevantes, comenta al pasar:
-A esa la tenías en bandeja y nunca le diste bola.
-No me jodas, boludo.
-En serio. Compraba La Nación los domingos para leer tus notas. Después hablaba de ellas en la oficina. En los dos años que trabajaste para la revista, no le hablaste nunca. En la oficina la discusión era si vos eras antipático o solamente tímido.
Su comentario me arruina el día. Imprevistamente, me hace ver algo que hubiera preferido ignorar. Es inevitable pensar en lo que pudo haber pasado y en lo distintos que pudieron ser aquellos días en que preferí vivir leyendo y escribiendo. Pienso cuánto Dostoievski y Camus menos hubiera tenido. Por cada libro que no hubiera leído entonces, ahora tendría un recuerdo de ojos verdes, pienso. Los libros hoy siguen estando allí. Y esa chica se ha perdido, devorada por el tiempo. Lo dijo hace muchísimos años Oscar Wilde y compruebo que es dolorosamente cierto: no hay nada más triste que arrepentirse de lo que nunca hicimos.

25.8.06

London bit
“Son los mismos pibes que les diseñan la parte visual de los shows a los Rolling Stones”, me dice el organizador mientras me agarra enfáticamente la solapa del saco. No conforme con eso, me dice que los descubrió Peter Gabriel y que los acaba de contratar U2. Yo pongo cara de estar impresionado mientras observo por encima de sus hombros las bandejas del buffet, eligiendo mentalmente qué servirme. Estamos en uno de los cócteles a los que mi director comercial me obliga a ir, un evento seudo cultural donde un par de londinenses muy ladris lograron armar un formato de videoarte que está dando vueltas al mundo. Incomprensible, absurdo, rozando lo peor de la chatura posmoderna y con una estética paupérrima, el formato, reconvertido en un fashion-event, está recorriendo el mundo gracias al auspicio de media docena de multinacionales que han invertido una fortuna para vincular su marca al arte (?).
Mi director comercial -que ya no sabe bajo qué amenazas obligarme a concurrir a estos engendros- me dio a elegir entre esto y un desfile de moda y joyas de diseño en el Teatro Colón. Averigüé qué servían de comer y elegí esto, también para evitarme la pena de ver los hermosos salones del Colón convertidos en una pasarela.
No hay ni una mina como la gente: mucha treintañera marchita y algunas cuarentonas famélicas para las que cualquier flaco de 30 es un sex symbol. Me reúno con S. y con J. en un extremo del salón y nos reímos a carcajadas comentando los videos que acabamos de ver. A lo lejos, los “artistas” reciben saludos y felicitaciones. Cuando nos acercamos a saludarlos, les advierto por lo bajo:
-No se empiecen a cagar de risa ahora.
Imperturbables, escuchamos una mini clase de estética. Pienso que una sola frase de Hegel bastaría para derrumbar el evento entero. Pero mientras escucho, pongo cara de estar muy preocupado pensando en una cuestión que me interesa profundamente. Hasta que finalmente lo decido: en vez de los bocados de queso voy a servirme arrolladitos de acelga.

21.8.06

Finde largo
Desconectar el teléfono para que los llamados ni siquiera lleguen al contestador. Aparecer como No Conectado en el MSN. No responder mails. Salir de casa lo imprescindible: a comprar víveres al super y revistas al kiosco de diarios. Elegir música: Vivaldi, Piazzolla, Genesis, Beatles, Stones en vivo y oberturas de Beethoven. Seleccionar libros: relectura de clásicos y ponerse al día con un par de cosas recientemente compradas. Destinar el sábado a la mañana a leer Ñ y a tomar sol frente al ventanal. A la tarde, con tiempo, ingresar a los sitios del New Yorker, de Harpers y del Magazine Litteraire.
Usar los jeans gastados y las remeras desteñidas que en la semana están prohibidos. No afeitarse. Poner a Vivaldi a todo volumen y hundirse en la bañera tibia. No salir del agua hasta no ver los dedos violetas por el frío. Cocinar sano y liviano escuchando música fuerte. Almorzar mirando distraídamente el horizonte.
Mirar el río por la ventana. Escribir un par de mails largos a personas que justifican el esfuerzo. Dormir la siesta y mirar películas viejas hasta las 3 de la madrugada. Disfrutar intensamente cada una de esas 72 horas de libertad.
Esperar con angustia el comienzo del martes y entonces sí, lentamente, volver a tomar aspecto humano, vestirse con corrección y salir al mundo.

18.8.06

Almuerzo
En el taxi que me lleva a encontrarme con L. suena REM. Tengo un almuerzo de trabajo en uno de esos reductos cool de Palermo Hollywood donde de una mesa a otra se discuten los guiones de las ficciones de Pol-ka y se define la estética de las nuevas campañas publicitarias de marcas fashion. En el trayecto me imagino rodeado de ejecutivos de productoras, diseñadores gráficos, estrategas de comunicación y gente que no se sabe a qué se dedica pero que siempre anda sobrevolando esos lugares. Lo imagino y me estremezco.
Miro el reloj y veo que llego sobre la hora. El taxista -a quien le pregunté al subir si en 7 minutos llegaríamos hasta Gorriti- ya ha pasado dos semáforos en rojo y conduce a 90 por Las Heras. Se me ocurre que si chocamos, al menos me habré salvado del almuerzo. Debería ser un choque no muy cruento, que me dé una excusa creíble sin romperme ningún hueso.
Hasta último minuto esperé una cancelación. A L. podría haberle surgido algo. O dado algo. Un paro cardíaco, un derrame cerebral, algo.
Pero no le da nada, y cuando llego me saluda con una gran sonrisa. Al verlo me siento un poco culpable por las barbaridades que venía pensando. Insólitamente, en el almuerzo también está presente el director de una revista sofisticada. Buscando un terreno común, terminamos hablando sobre las críticas de cine que escribía Borges. La charla se pone interesante, aunque cuando cito a Paul Eluard el tipo no puede evitar preguntarme qué hago trabajando en esto. Le respondo que yo me pregunto lo mismo.
L. sonríe, ocupado en devorar unas costillas grilladas y en mirarle las piernas a dos rubias que hablan en inglés y comen en la mesa de al lado. Miro por el ventanal hacia la calle. En el frío y el viento, pasa gente que mira hacia adentro, al ambiente calefaccionado, musicalizado con Vangelis e iluminado con sofisticación. Por la vereda transita gente con perros o con chicos, mujeres con bolsas del supermercado, hombres de pulóver y gorro de lana que cargan herramientas. Pasan y miran de reojo mientras siguen caminando. Ninguno de ellos imagina, en ese instante en que nuestras miradas se cruzan, que daría cualquier cosa por estar del otro lado del vidrio, recibiendo el viento frío en la cara.

15.8.06

Pasen y vean
Después de dudarlo durante meses, decidí poner algunas de mis fotos en un blog. De alguna manera, los textos que escribo acá también son fotografías: instantes congelados que derivan en pequeñas historias o en recuerdos. Son, digamos, fotos en palabras.
La mochila llena de libros y anotadores que habitualmente llevo, de vez en cuando incluye una Nikon. A veces, ella toma la palabra. Y dice cosas como estas.

13.8.06

Reflexiones con fondo musical
Tirado en el sofá, con una remera de mis tiempos rockers y un jean gastado, escucho a Schumann a todo volumen. Este sábado, en que por primera vez en mucho tiempo no tengo clase de italiano, he decidido tener un día productivo. Llevé el bolso de ropa sucia al lavadero, tomé una hora de sol, terminé de leer una antología de cuentistas británicos y avancé con un grueso libro en francés sobre tendencias culturales que me estoy obligando a leer lenta y disciplinadamente.
Mi tarde libre de hoy se origina en un mail con un texto conciso que envié el martes. Pocas horas después recibí una respuesta sorprendente y, a su manera, conmovedora. Debo reconocer que la mina que dejé de ver se ha vuelto más interesante que la que veía habitualmente. Su respuesta incluyó la parte final del poema cuyos versos iniciales le recité cuando nos conocimos. Parábola perfecta; ciclo cerrado con gesto poético incluido.
Supongo que una chica Almodóvar, terminante y fatal, se hubiera limitado a enviar los versos finales del poema y a encerrarse en un silencio digno y desdeñoso. Pero la genética italiana es más fuerte y llama. Tres llamados entre jueves y viernes que me niego a atender, en parte para no tener que explicar lo que está claro y en parte para no dar marcha atrás en lo que está decidido.
Prefiero el silencio, la distancia y la negativa a discutir lo indiscutible. Al menos hasta que las cosas pasen, hasta que ella y yo estemos en otra etapa y el tiempo haya hecho lo suyo. O por lo menos hasta el momento en que me haya olvidado del perfume de su cuerpo y entonces sí -imperturbables, divertidos y ligeramente superficiales- podamos juntarnos en un café a charlar como si entre nosotros nunca hubiera pasado nada.

11.8.06

Irreductible
"Estos son mis principios. Si no le gustan...
tengo otros".
(Groucho Marx)

8.8.06

Experimentos con el tiempo
Siempre tuve cierta obsesión con el tiempo. Sobre todo por la forma como nos cambia, nos desgasta, nos convierte en otros. Hace unos años hice una prueba para analizar cómo el tiempo me había modificado. Cuando tenía 16, yo había leído “Las palabras”, de Sartre, en una vieja edición de Losada que había sacado de la biblioteca del colegio. El libro me shockeó tanto que decidí robármelo. (No había nada más fácil: bastaba con devolverlo para que la bibliotecaria registrara la devolución y -a veces el mismo día- volver a sacarlo de su estante para llevárselo oculto dentro de la campera).
Enseguida lo leí por segunda vez, con un lápiz en la mano y subrayando las frases que más me impactaban. Diez años más tarde compré otro ejemplar del libro (también de Losada, en una colección pocket) y volví a leerlo subrayando las frases que me impresionaban. Luego enfrenté ambos ejemplares para comparar si había subrayado las mismas palabras, si me había detenido en idénticos pasajes y si me habían asombrado las mismas frases.
Con curiosidad fui repasando las hojas. El tipo de 26 años buscaba en esas páginas al pibe de 16 que se asomaba con fervor a la literatura y leía con entusiasmo febril a Tolstoi, a Borges, a Chejov y a Dostoievsky. Descubrí que en la segunda lectura había subrayado mucho menos, me había detenido más en las ideas y menos en los párrafos de escritura brillante, más en las observaciones lúcidas y menos en las paradojas. Traté de evocar al adolescente contradictorio, apasionado, discutidor y maleducado que fui. Rescaté de ese viaje en el tiempo las zapatillas Topper, las remeras Hering, el magnífico “Flashpoint” de los Rolling Stones, la película “Imagine”, los ejemplares de Página 12, los ojos verdes de Roxana, las tardes tirado al sol leyendo a Platón, la lucha contra el acné, las mañanas heladas en el patio del colegio, las guerras de tizas y las explicaciones que sirvieran para negar todo y zafar de las amonestaciones.
Diez años más tarde, me encontraba a mí mismo menos habituado a contestar mal, acostumbrado a reemplazar la ideología con el pragmatismo, cambiando a Platón por Foucault, combinando a los Stones con la Velvet Underground y con Beethoven, escribiendo en La Nación pero aún leyendo Página, conservando el recuerdo de Roxana aunque había corrido mucha agua bajo ese puente, y ya sin participar en guerras de tizas pero manteniendo el hábito de subvertir el orden cada vez que fuera posible.

7.8.06

Sábado
Enlettiarsi, dice. Es su versión de “encamarse”. Lo dice riéndose, como cada vez que adapta una palabra del lunfardo al italiano. La frase es una contraseña privada que inicia todo.
Me extiende en las sábanas, me devora, me saborea, me estruja, me exprime, me muerde, me rasguña, me murmura al oído. Yo la abro como una flor delicada y hermosa, la exploro, la recorro, la conquisto, la bebo, la paladeo, la respiro, la inundo. Entre ella y mi cuerpo se establece un diálogo del que estoy excluido. Ambos cuerpos se entienden, se enredan, se buscan, se adhieren, se funden. Mientras, yo pienso en el recuerdo de una sonrisa lejana y ella, quizás, piensa en una tarde del verano romano. No puedo dejar de pensar en lo poco que nos pertenecen nuestros cuerpos.
Afuera, la tarde de Buenos Aires está nublada y fría. Adentro, nos abrazamos como náufragos en medio de una tormenta. Como tantos otros, hacemos el amor para confirmar nuestra soledad. La luz se vuelve difusa mientras en el equipo suena Coldplay. La vela aromática que encendimos en el cuarto se redujo a la mitad. Pienso argumentos mientras pongo cara de no pensar en nada. Voy a tratar de decir las cosas como son y a esforzarme por ser claro, aunque supongo que voy a fracasar, como últimamente con casi todo. Pienso en evitar cuidadosamente las palabras “compromiso”, “amor”, y “compañía”. Inevitablemente, me pregunto una vez más sobre el sentido de quedar exhausto, transpirado, enredado en las sábanas, luchando contra el sueño y la tristeza.
Con los ojos entrecerrados, pienso en palabras. En estos días decidí dejar de verla aunque todavía no sé cómo decírselo.

4.8.06

Lecturas
“Con las mujeres sólo se puede hacer tres cosas: amarlas, sufrir y hacer literatura.”
(Lawrence Durrell)

1.8.06

Blogging
En estos días, este blog cumple tres meses. Es raro haberse acostumbrado a esto, a los textos que escribo por las tardes y posteo por las noches, a chequear los blogs (los 5 o 6 “blogs amigos” y el propio) cada mañana al mismo tiempo que leo los diarios online y, sobre todo, haberme habituado a la presencia de la gente que leo cada día, como esos amigos que cada tanto te cuentan en qué andan.
La gente “real” me importa poco y generalmente evito los contactos sociales, pero me entretengo leyendo blogs. Gracias al blog me crucé con una de las chicas más simpáticas que he visto en los últimos tiempos, y con cinco o seis pibes que escriben infinitamente mejor que yo, con los que perfectamente organizaría una cena para charlar de libros, de cine y de minas, o con los que -si algún día editara una revista del estilo del New Yorker- podría armar una redacción de lujo.
También encontré a una chica a la que leo con tal fascinación que, si me la hubiera encontrado en la vida real, ya me tendría rendido a sus pies. En otro orden de cosas, leo a otra chica que tiene un serio problema de adicción y que está documentando en su blog, día a día, su propia autodestrucción. A veces leo consternado sus textos, posteados a altas horas de la madrugada, llenos de frases incoherentes y de adjetivos alucinados, y no puedo evitar pensar que mientras todos dormimos, está debatiéndose en los bordes de un abismo del que parece no poder salir. Nunca le dejé un comment y no sabe que este blog existe, pero una vez le envié por mail un poema de Pavese y me respondió con dos frases inconexas en las que después reconocí dos versos de Eliot escritos al revés. Varias veces me pregunté de qué forma podría ayudarla, y frecuentemente la imagino escribiendo sus frases con la desesperación de quien está peleando la peor batalla de su vida y sin embargo se obliga a sí mismo a documentar cada una de sus derrotas.
Desde el principio, hay unas 120 a 140 visitas diarias, y de vez en cuando miro el registro de visitantes del counter. No deja de asombrarme que alguna gente lea el blog desde lugares como Australia, Canadá o incluso Irán: me cuesta imaginar a alguien leyendo estas líneas desde una ciudad iraní. Y los comments a veces incluyeron anécdotas, consejos, palabras de aliento o hasta poemas propios de gente que se interesó por lo que leyó acá.
Para alguien que, como yo, lleva años descreyendo del género humano, es bueno saber que esa gente sensible, inteligente, profundamente interesante, anda por ahí, dando vueltas, aunque uno nunca se los cruce en la vida.
eXTReMe Tracker