29.6.06

Arte transitorio
Ayer fui por primera vez en mi vida a un telo. Debería avergonzarme de no haber pisado uno de esos lugares hasta pasados los treinta, pero siempre consideré decadentes y -sobre todo- feos a esos lugares. Cuando tenía 22 años y salía con M., una vez estuvimos a punto de entrar a uno, pero fue suficiente con ver los cortinados violetas, la alfombra gastada, las lamparitas amarillentas y el ambiente de encierro para que le dijera, en la puerta misma, que nos fuéramos a mi casa o a la de ella (que vivía con una amiga) e hiciéramos tiempo hasta quedarnos solos. Ella insistió hasta que le dije:
-Ese lugar es tan feo que te juro que ahí adentro no se me para.
La cosa es que la muestra de arte Soho Telo fue el motivo por el que ayer, mientras caminaba con tiempo de sobra entre dos reuniones, pasara por la puerta y decidiera entrar. Se trata de un hotel alojamiento que está a punto de ser demolido, donde una treintena de artistas hizo instalaciones en cada una de las habitaciones. Y así, con el arte como excusa -con el catálogo de la muestra en una mano y mi portafolio en la otra-, me interné en ese pecaminoso establecimiento. Confirmé lo que temía: la penumbra triste, el encierro, el clima de pecado inconfesable, las paredes arratonadas, la estética kitsch y decadente, los pasillos largos y mal iluminados, los cortinados horribles y las ventanitas por donde pasan las bebidas, que me parecieron casi carcelarias.
Los artistas habían hecho instalaciones distintas en cada habitación (en total, 30), y había habitaciones de estilo tropical, de aire porno soft, de sexualidad desviada, de vicio desembozado, de estética gay, de todo lo que se pueda imaginar. Pero sobre todos sobrevolaba la profunda tristeza de esas habitaciones donde los espejos, la luz oblicua y los televisores sin audio desdibujan los contornos de las cosas y todo se vuelve engañoso. Y el encierro parece una invitación a la claustrofobia, que no se alivia ni siquiera en las habitaciones Premium, con jacuzzi y bar.
Siempre me consideré desprejuiciado, pero desde muy temprano en la vida decidí dos cosas: que no iría jamás a un telo y que no pagaría nunca por sexo. Lo he hecho en los lugares más insólitos, pero jamás caí en esos hoteles, que me provocan una tristeza infinita. Y por suerte, hasta el momento no he tenido que pagar por un service. Toco madera.
Me fui pensando cuántos momentos de felicidad o de dolor habrán transcurrido en esas treinta habitaciones, cuántos amores habrán nacido ahí y cuántos matrimonios habrán sido sepultados entre esas paredes de color indefinido, cuántas palabras de ternura, de deseo o de traición se habrán pronunciado ante esos espejos. Y todo para que ahora, entre esas paredes condenadas, la gente se pasee con un catálogo en la mano y pregunte en voz alta si las obras están en venta.


Para los que quieran ir, la exposición dura hasta el 16 de julio, está abierta de 11 a 20 hs. y queda en Thames 2151.

27.6.06

Sálvanos, María
Andrea viene hasta mi escritorio, me agarra de un brazo y me arrastra hasta el baño. Allí enciende la luz y me señala el techo. Mirá, dice.
-¿Qué mire qué cosa?
-Esa mancha de humedad.
Me paro en puntas de pie y observo con atención. Veo, a 30 centímetros de mi nariz, una manchita casi imperceptible.
-¿Vos me traés hasta el baño para que mire una mancha de humedad?. Te pago para que hagas diseño, no para que te ocupes del mantenimiento de la oficina.
-Mirá bien, te digo. ¿Qué parece esa mancha?
-Una simple mancha de humedad.
-Tiene la silueta de la virgen de Luján.
La miro con atención. A Andrea, no a la mancha. Creo que esta chica se está volviendo loca, o está fumando cosas raras.
-¿Te das cuenta de la estupidez que estás diciendo?
Sé que me está tomando el pelo, pero esta gansada es demasiado. Yo no veo nada remotamente parecido a la virgen de Lujan, pero tampoco puedo decir que esté muy familiarizado con esa virgen ni con ninguna otra. Nunca en mi vida frecuenté vírgenes de ningún tipo.
Se acerca Javier, que recién ha venido de la calle con montones de facturas por cobrar. Entra también: ya no cabemos todos en el baño.
-¿Qué ves en esa mancha de humedad?.
Nos mira conteniendo la sonrisa. Siempre sospechó que acá estábamos todos locos, y le estamos ofreciendo la confirmación que sueña desde el primer día.
-¿Qué tendría que ver?
-Esta dice que ve la silueta de la virgen de Luján.
Miramos todos el techo en silencio. Pienso que debemos estar dando una imagen muy penosa.
-Yo también veo algo –dice Javier.
Lo observamos con expectativa.
-Esa forma se parece a algo que reconozco. Yo ahí veo el culo de Nazarena Vélez.
Andrea lo insulta. Salimos todos. Le digo:
-Che Andy, ¿te parece que podremos cobrar entrada para que la gente venga a ver esa mancha de mierda?. Llamemos a Chiche Gelblung y a Crónica TV. A ver si me hago unos mangos por lo menos. Ya que está preparemos algún merchandising para vender. Llaveros y gorritos: Recuerdo de La Mancha Milagrosa. Fabricado por Dani C Enterprises.
Vuelvo a mi escritorio. Los escucho reírse: deben estar planificando alguna otra gansada. Y yo que pensaba construir con esta gente la editorial más prestigiosa de América Latina.

26.6.06

Arqueología de placard
El fin de semana lluvioso me dejó dos opciones: ordenar la biblioteca o actualizar el placard, sacando ropa para regalar o tirar. Un ligero vistazo a la biblioteca (con su caótica convivencia entre libros de management y poemarios de Rimbaud, libros de arte y traducciones de filosofía griega) me hizo rumbear para el placard.
Cada dos años saco cosas que no voy a usar y las pongo en bolsas para llevárselas a una tía que sabrá a quién regalárselas. Empiezo a revolver y encuentro mucha ropa de hace años. Como tengo el mismo cuerpo de los 20 años, todavía tengo cosas que nunca tiré aunque ya no uso. Me divierte encontrar cosas tan viejas, y pronto voy armando una sinopsis histórica de la ropa que va brotando de las penumbras del placard: las remeras rockeras de los 20-22 años o las remeras blancas (siempre blancas) con inscripciones de todo tipo de los 23-24. Poco después me había parecido original salir de las clásicas remeras en inglés, y durante un tiempo busqué remeras con textos en francés, anglosajón antiguo o hasta en árabe. También pasé por las remeras con reproducciones de cuadros (incluso elegí varios Picassos que me gustaban y mandé a hacerme los estampados), por las remeras con fotos de chicas y -brevemente- por las remeras anti-sistema.
Encuentro algunos trajes azules, grises o negros de mis años en La Nación. Algunos los regalé hace tiempo, pero aún quedan un par de trajes que supongo utilizaré en algún velorio. Por esos años escribía también en una revista de economía y negocios llamada Apertura, y en esa época me parecía divertido ir a entrevistar a Franco Macri con jeans desteñidos y remeras de colores. Lo divertido era ver la cara del tipo al verme llegar.
Cuando salía con C. tuve una especie de regresión estética: de esa época me queda una remera de Los Simpson. Hace tres años cambié mi estética: cambié los trajes y la ropa formal por los sacos sport con jeans, las camisas claras sin corbata, los impermeables sueltos, los zapatos de gamuza y el portafolios de cuero.
Giorgio Armani decía que en el guardarropa de un hombre elegante hay un solo elemento indispensable: un saco azul. Para tranquilizar mi conciencia, chequeo cómo vengo de sacos azules. Observo que, en los últimos años, empecé a vestirme en forma más descontracturada. Los trajes negros que me ponía a los 20 años, ya no los uso ni bajo amenaza judicial. Voy a las conferencias de prensa con jeans y he aparecido en almuerzos corporativos con sacos de tweed y sin corbata, lo que equivale a insultar al capitalismo. Todavía no he ido a ningún desayuno de negocios con la remera de Los Simpson, pero supongo que ya llegará el día.

23.6.06

Cero a cero
Podía haberme quedado en casa mirando el partido pero como el fútbol me aburre, me vine a mi oficina. Para distraerme, pienso que voy a ir enterándome de los goles de Argentina según escuche el griterío y los bocinazos. La pantalla de la computadora tiene a Clarín.com, que irá agregando datos si son necesarios.
Abro de par en par la ventana y me asomo. Las cuatro de la tarde en San Telmo y no se ve a nadie. En la calle hay un sol espectacular y las veredas están desiertas. Veo desde la ventana el parque Lezama: algunas jubiladas sentadas al sol tejen o alimentan palomas. Por Balcarce veo a dos cartoneros que tiran de un carrito. La calle es un silencio absoluto.
Me siento triste y la tarde desolada sólo empeora las cosas. En la PC tengo algunas canciones de Leonard Cohen, pero escucharlas ahora tendría un efecto devastador en mi estado de ánimo. Tengo que enviar varios mails: los redacto con lentitud y los voy mandando de a uno. El teléfono de la oficina no suena hace rato, señal de que toda la industria del marketing está pegada a los televisores. Chequeo el counter de este blog: hace rato que no entra nadie. Me distraigo respondiendo los comments. Lamento no haberme traído un libro a la oficina, así por lo menos ponía los pies sobre el escritorio y me estiraba a leer.
El tiempo no pasa. Recuerdo los interminables devaneos de la filosofía ante la eternidad. Heidegger y su concepción del tiempo actuando sobre el individuo. Heráclito negando todo tipo de eternidad. Borges y sus refutaciones del tiempo. Supongo que a nadie se le ocurrió que la metáfora más perfecta de la eternidad es esta: partido mundialista, oficina silenciosa y nada que te alegre la tarde.

20.6.06

Reencuentros
No me cuesta demasiado memorizar números telefónicos, direcciones ni números de cuentas bancarias. También puedo reconocer cuadros a simple vista o sacar el título de una película con sólo ver un fotograma, aunque la haya visto hace años. Pero con las caras tengo un problema: miles de veces me ha saludado gente a la que no reconocí pese a haber trabajado con ellas durante años. Las caras de la gente se me borran, y generalmente paso por antipático porque jamás saludo a nadie, pero tampoco da para andar explicando que no los saludo porque no los reconozco.
La introducción viene al caso porque, desde hace un par de meses, me acostumbré a ver un informativo nocturno en uno de los cables de noticias. Uno de los presentadores era para mí un rostro remotamente familiar, pero no lo asocié con nadie que conociera.
Hasta que anoche nombraron, con nombre y apellido, a dicho presentador: caí en la cuenta de que cursé más de media carrera con él y que era uno de mis amigos más cercanos en la facultad. Cambió mucho, es cierto: perdió casi todo el pelo, abandonó los anteojos y cambió las remeras de los Redondos por el traje y la corbata. Empecé a observarlo con atención y reconocí el timbre de voz -que sigue idéntico-, la forma de hacer comentarios irónicos (en cámara no comenta ni el 2% de las guarradas que piensa, y se le nota) y hasta la desorganización en los papeles que tiene sobre el escritorio.
Debe hacer como ocho años que no nos vemos, pero me alegré por él. Cursamos juntos el CBC y los tres primeros años de la Licenciatura. Pasamos cientos de horas preparando trabajos prácticos, y tardes enteras conversando en el balcón de su departamento, tomando cerveza y discutiendo qué hacer con nuestras carreras. Cuando yo empecé a escribir en La Nación, él ingresó al equipo de producción de un importante periodista político que por entonces estaba en la tele y la radio. En ese momento, los dos nos felicitamos mutuamente y nos deseamos suerte.
Me alegró saber de él. Sé que debe ser uno de los tipos más inteligentes del noticiero, que debe llegar siempre tarde, y que debe seguir escribiendo textos impecables en una letra sólo apta para egiptólogos. Me pregunto si seguirá escuchando a los Redondos.

19.6.06

El pasado

Ocurrió este verano, durante mis vacaciones. Había ido a saludar a mi tía Isabel, y en su casa encontré a un hombre viejo que estaba de visita. Lo saludé sin mirarlo y me concentré en charlar con mi tía. Hasta que en un momento el hombre me señaló:

-Yo me acuerdo de vos. Venías de Buenos Aires todos los veranos, desde que tenías 9 o 10 años. Eras flaquito, estabas todo el verano bronceado y andabas a caballo todas las tardes. Y cuando creías que nadie te veía, pasabas con la bici por encima de los malvones de tu abuela.

Lo miré estupefacto. Me había olvidado por completo de este último dato. Lo miré con atención y no pude recordar a ese hombre: intenté imaginármelo con veinte años menos pero fue imposible. Seguramente era uno de los múltiples amigos de mi abuelo que andaba por el campo.

No hablamos mucho más, y al rato me despedí y me fui. Pero seguía pensando en las palabras que me había dicho el viejo: volví a verme a los diez años, seguramente flaco, gritón, bronceado, corriendo por todo el campo, seguido por media docena de perros que me adoraban, trepándome a algún caballo de mi tío para correr hasta la laguna, tirándole piedras a todo lo que se movía, organizando batallas campales con mis primos y -lo reconozco- corriendo rallys encima de los sufridos malvones de mi abuela.

No pude asociar la imagen de ese viejo a mi niñez: seguramente sería visita habitual en la casa de mi abuelo, y me habría visto docenas de veces. En aquellos días nunca lo había notado, y me dolió no poder ubicarlo entre mis recuerdos de antaño. A partir de sus palabras, el recuerdo de los malvones pisoteados atravesaba más de veinte años para llegar, intacto, hasta mí. Con su comentario, sentí que ese hombre casi borrado por el tiempo me devolvía un pedazo de mi niñez.

15.6.06

Business meeting
Tengo sueño y pésimo humor. Mala combinación para una reunión de trabajo, y menos aún para reunirme con NL. Estamos negociando los puntos de un acuerdo que uniría mi editorial con su empresa en un proyecto conjunto. El tipo es un pirata célebre en el mercado, motivo por el cual leo prolijamente cada cláusula.
El negocio es, en teoría, interesante. El aporta lo suyo, yo lo mío, concretamos, y nos repartimos las ganancias luego de restar gastos e impuestos. Típica joint venture. Aunque hacer negocios con este fulano tiene mucho de adventure. Hace cuatro años estaba fundido, luego la pegó con un proyecto que le permitió pagar deudas, mejorar su nivel de vida y poner oficinas en un caserón de Belgrano. De todos modos sigue vistiéndose mal, combinando camisas y corbatas de tonos enfrentados y alternando seda con tweed. Habla con un énfasis innecesario, y no puede resistir la tentación de contarme sus últimas vacaciones en Palma de Mallorca. Ni siquiera me ahorra el relato de sus correrías detrás de los gatos Vip de Marbella.
Leo en voz alta el acuerdo: dos carillas de compromisos y obligaciones para las partes. Sé que va a quedarse con un 20% de mis ganancias: en el mercado es famoso por eso. Me preparo para gastos imprevistos, insumos con sobrecostos y proveedores con parche en el ojo y pata de palo. Hasta imagino algún cheque volador, otra de sus “desprolijidades” habituales.
Restando a mis ganancias el 20% que seguramente me va a robar, el negocio igual se justifica. Asiento pacientemente cuando me enumera mis deberes: sé que en cada uno de esos ítems se esconde una posibilidad de garcarme. Digo que sí cuando propone sus proveedores: ya estoy resignado a los sobreprecios criminales que nos van a venir de esos simpáticos imprenteros, estudios de diseño, organizadores de eventos y proveedores de catering. Y me dice que le gustaría poner a M., su hombre de confianza, en un lugar clave. Zafé de que pusiera a su novia, pienso.
Decido que por cada sobreprecio de esos voy a pasarle honorarios aún más delirantes. Y supongo que al 20% que va a robarme esta vez voy a responderle con un 40% de incremento en mi presupuesto para el próximo negocio que hagamos. Al final todo se resume en una negociación de tahúres, donde en cada renglón del acuerdo encontramos una posibilidad de garcar o ser garcado. Cerca del mediodía, llegamos al punto final. ¿De acuerdo?, me pregunta con una sonrisa filosa. Asiento, mientras pienso que termina ahí porque no debe haber encontrado más alternativas de garcarme. Al despedirnos, me estrecha la mano como si fuéramos amigos del alma. Tampoco es cuestión de andar descuidando las formas.

14.6.06



20 años después
Cuando murió Borges yo era chico pero lo primero que pensé fue “Ya no lo voy a conocer”. Me había comprado alguno de sus libros de cuentos y había leído varios poemas sueltos, aunque por entonces mi principal admiración iba hacia Ernesto Sábato. Como el acné juvenil, la admiración por Sábato se cura con la madurez, y cuando años más tarde lo conocí me di cuenta de que el destino podía haber sido más generoso y permitirme conocer al otro "gran escritor argentino”.
Para conmemorar la muerte de Borges, La Nación publicó un extenso homenaje en su suplemento literario. Yo -que ya intuía que alguna vez iba a escribir en ese suplemento- lo guardé, y durante muchos años estuvo entre mis papeles hasta que se perdió en alguna mudanza.
Veía en las fotos de los diarios a María Kodama, sin imaginarme que años más tarde yo iba a adquirirle un inédito de Borges para publicarlo en una revista. Acudió al entierro de su reciente marido vestida de blanco, porque en la cultura oriental el luto es de ese color. Ya por entonces, a través de las fotos, me caía mal.
El verdadero encuentro con Borges se dio después, cuando empecé a leerlo con pasión, a coleccionar sus libros, a acumular sus biografías, a preocuparme por entender ese manejo deslumbrante del lenguaje. A los 12 años, cuando veraneaba en Uruguay, aprovechaba las larguísimas siestas del campo para memorizar sus poemas.
En Buenos Aires, muchas veces me detuve a mirar una esquina, un zaguán o la fachada de un bar. Esos lugares que Borges había nombrado en sus cuentos y poemas ya formaban parte del mito. Siempre viví en San Telmo, y pasé toda la adolescencia yendo a leer a la vieja Biblioteca Nacional, que él dirigió durante veinte años. Recorría los pasillos pensando que por ahí había caminado, me detenía en los estantes de las enciclopedias pensando que sus manos habían rozado esos lomos de cuero, me preguntaba si esos viejos ejemplares de Shakespeare habían sido hojeados por él.
Hoy, desde la ventana de mi dormitorio, veo el edificio de la comisaría donde Borges estuvo demorado durante algunas horas en 1946 (en un episodio muy divertido que contó Estela Canto en su libro). Camino por las calles que él recorría diariamente, y de vez en cuando compro algún libro en sus librerías favoritas.
Hoy, cuando todos recuerdan que hace dos décadas moría Borges, se amontonan los homenajes, los recordatorios y las efusiones sentimentales. Casi todos van a decir que le enseñó a leer a un país entero y a escribir a varias generaciones de autores, y tendrán razón. Otros dirán que fue él quien puso a la Argentina en el mapa de la literatura universal, y será cierto. Pero si pudiera agregar algo, señalaría que hace veinte años murió el hombre que llenó de magia las calles de Buenos Aires.

11.6.06

90 minutos
Cuando la llamo a su casa, tengo que anunciarme como Gastón, un compañero de sus clases de fotografía. Si no hay nadie, lo mejor es no dejar ningún mensaje en el contestador. Si la llamo a su celular, tengo que acostumbrarme a que de vez en cuando va a nombrarme como Caro o Barbie: eso significa que hay alguien cerca suyo que puede oírla mientras habla conmigo, y tiene que sostener que conversa con una amiga. Podemos vernos no más de dos veces por semana, en horarios incómodos. Y nunca más de una hora y media.
Es un garrón, pero todo eso se desvanece rápidamente cuando llega a mi departamento, sonríe diciéndome cosas en italiano, se saca los zapatos y camina descalza por toda la casa, tira la cartera por ahí y grita “te ne voglio bene, mascalzone!” mientras se mata de risa de sus propias frases.
Me encanta que haya nacido en la zona del Udine, de donde era Pier Paolo Pasolini. Le pido que me cuente cómo es Udine, y ella me pregunta cosas de Pasolini, sobre sus poemas y sus películas. También le hablo de Pavese, de Calvino y de Montale. Pregunta por qué me gusta tanto la literatura italiana. Le digo que leyendo cada uno de esos libros, sin saberlo me preparaba para conocerla.
Esa hora y media juntos justifica varios días de llamados entrecortados, de mails escritos en clave y de un chat donde tenemos que medir cada palabra que ponemos. Los dos sabemos qué frágil es esto, que más vale disfrutarlo como viene y vivirlo intensamente el poco tiempo que dure. No habrá para nosotros cenas en un restaurante de San Telmo, ni un fin de semana juntos en Colonia, ni siquiera un amanecer mirando salir el sol sobre el río.
Cuando nos encontramos, ya estamos empezando a despedirnos de a poco. Cuando todo está por empezar, la nostalgia de lo que estamos a punto de perder ya se hizo presente. En una charla, me había dicho que lo que podíamos esperar de esto era muy poco: apenas un amor hecho de ausencia. De ausencia, de nostalgia y de algunos momentos gloriosos.

7.6.06

Adiós al Británico
Los canales de TV, diarios y radios están en las puertas del bar Británico, un café de San Telmo fundado en la década del ´20 que está a punto de ser cerrado. Como vivo a menos de dos cuadras y he pasado miles de horas ahí, es casi como si clausuraran el living de mi casa. Es también el lugar donde Sábato escribió gran parte de su novela “Sobre héroes y tumbas” y donde algunas tardes se reunía con Borges.
Hace unos años, pasé casi todo un invierno yendo todas las tardes a leer y escribir a ese café. Allí leí los tres tomos de las Cartas de Jean-Paul Sartre, y en aquellas tardes grises y frías leía esas cartas que hablaban de una Francia en plena guerra, bajo la ocupación nazi, en una París casi siempre lluviosa y siempre triste.
Muchas veces iba ahí a escribir, y recuerdo que todas las tardes nos cruzábamos con una chica que también escribía en un cuaderno a pocas mesas de distancia. Nos mirábamos con simpatía, con curiosidad y tal vez con algo de temor. Por entonces yo leía con avidez y escribía con desesperación: me importaba muy poco socializar, así que la única vez que me pidió fuego le respondí que no fumaba y seguí leyendo.
El Británico nació en los años ´20 como una pulpería y por esos años se empezó a llenar de marineros ingleses que habían llegado con el estallido de la primera guerra mundial, de manera que pronto adoptó el nombre que hoy tiene. Durante la guerra de Malvinas, algún idiota les apedreó las ventanas, y para evitar males mayores los dueños le sacaron la primera sílaba al nombre y lo convirtieron en el bar Tánico. Después de terminada la guerra, un turista griego preguntó por qué tenía ese nombre: es que en su lengua significaba “Bar de la Muerte”. Al día siguiente el boliche recuperó la primera sílaba y volvió a llamarse por su nombre original.
Hasta hoy era posible caer ahí a las dos o tres de la madrugada (es el único bar de San Telmo abierto las 24 horas) y encontrar a alguien leyendo poesía, escribiendo cuentos, tocando una guitarra o conversando frente a un vaso de ginebra. Cuando uno va a leer, hasta es posible que Manolo o José -los mozos septuagenarios- bajen un poco el volumen del televisor. Y si hace mucho frío, probablemente sienta un roce tibio en las piernas: el gato del bar de vez en cuando viene en busca de calor humano.
Los gallegos hace 47 años que manejan el café. Hoy, cuando el dueño del local los desaloja, dicen que piensan volverse a España. Va a ser difícil sentir que ya no es posible caer ahí a cualquier hora del día o de la noche para pedirle a Pepe un té bien cargado, sacar un libro y sentarse a leer mirando por la ventana la calle empedrada y los árboles del parque Lezama. Me hubiera gustado ir a tomar un último café, y me provoca una profunda tristeza que ya no sea posible. El Británico es esa clase de cosas que, al desaparecer, convierten al mundo en un lugar más inhóspito.

6.6.06

Oído al pasar
Espero el ascensor en la entrada de mi edificio. Cerca de la puerta, una chica joven -que supongo vivirá ahí- habla por un celular. Mientras espero que el ascensor llegue a planta baja, no puedo evitar escucharla.
“Si es eso lo que querés, yo te respeto… Ya dije cual era mi situación... Te di todo y siempre estuve cuando lo necesitaste…Ahora me salís con esto y sabés que nunca te di motivos…No, claro que no lo merezco…Bueno, si es lo que sentís, andá y hacelo…Pero vos sabés qué es lo que dejás. Y acordate que si se te ocurre volver, las cosas ya no van a ser como antes…”
Llega mi ascensor y subo. Mientras voy hasta mi piso, me miro en el espejo y sonrío. Me da pena la chica, pero con una sonrisa amarga no puedo evitar pensar que, ante situaciones similares, todos decimos cosas tan pero tan parecidas.

4.6.06

Día D
El fin de semana no pudo haber empezado peor. Llovía y estaba ventoso, y a las once de la mañana Carla me llama para decir que el torneo se suspende, así que no podemos. A las dos de la tarde llama para decir que se hace, y que a las cuatro y media esté ahí, que tenemos tiempo hasta las seis. A las tres de la tarde vuelve a llamar: pasaron todo para mañana domingo, dice.
El domingo me levanté a las siete de la mañana y desayuné mientras leía la Ñ del día anterior. Tomé un poco de sol por la mañana. Haciendo tiempo, llegó el mediodía y luego de almorzar, bañarme y peinarme escrupulosamente, me fui. Tenía todos los datos para llegar y lo que tenía que decir para ingresar en el control de seguridad. A media tarde, estoy adentro.
Voy hasta donde están las canchas de tenis y veo clima de evento intercountries: las camionetas, las viejas con gorritas promocionales, los pibes corriendo en el pasto y destrozando los canteros, las chicas que están en edad de merecer exhibiendo piernas, escotes y status socioeconómico.
Veo a la tana de espaldas y me acerco con precaución. Está hablando con una amiga y trato de que me mire. Mientras, la observo en detalle: tiene minifalda jean muy corta, botas, una camperita ajustada y abierta que deja apreciar lo que en el evento del otro día apenas pude mirar (calculo rápidamente: 90, quizás hasta 91 cm) y debajo, una remera blanca que dice ¡Sexy!. Como si hiciera falta decirlo.
Me ve y me llama. Me presenta a la amiga:
-Ella es Guadalupe. En cuanto empiecen nos vamos un rato a la casa de ella. Si alguien te pregunta algo, vos sos primo de Guada. Yo veo como está todo y en un rato me voy para allá. Vos quedate un ratito acá como si miraras el partido y salí un minuto después que yo. La casa de ella es el chalet que queda justo frente al pino más alto. Son 200 metros yendo por el camino de la izquierda.
Su amiga es una pelirroja de dientes prominentes que sonríe todo el tiempo y parece estar contentísima por el operativo encuentro secreto. Se debe sentir dentro del guión de Misión Imposible III.
Me repito mentalmente: si alguien me mira fijo, pongo cara de primo-de-Guada. Más vale que no me pregunten nada porque no sé su apellido ni a qué se dedica. El segundo partido de la tarde está por empezar y veo que la tana se acerca a uno de los jugadores. Ajá. Es él. Cariñosamente, le pasa la mano por los hombros y habla en voz baja. Le debe estar preguntando a qué hora empieza y a qué hora termina su juego. Luego de hablar, anuncian algo por un parlante y la gente se va a sentar. El flaco se va a un banco al costado de la cancha. La tana enfila para la salida y al pasar cerca me hace un gesto.
La dejo salir, calculo un minuto y salgo también. Voy hacia el camino y agarro para el lado de los pinos. Tengo un cagazo tremendo de perderme: nunca estuve en este country y lo único que me falta es que me pare la seguridad, deambulando por un club que no conozco, buscando la casa de alguien que ni sé como se llama y sin poder explicar qué hago acá. Si me agarran me van a acusar de todos los delitos que hayan ocurrido en la zona en el último año. Seguro que me cargan hasta la muerte de María Marta García Belsunce.
Me acerco a la casa por el costado, como me dijeron. Lo único que falta es que Guada tenga media docena de dogos en el fondo y que me despedacen. Un solo danés alcanzaría para hacerme pasar un mal rato. Me acerco a la puerta del garage y, cuando estoy a punto de golpear, se abre de golpe. Casi me caigo del susto. La tana se me ríe en la cara.
-Te estaba espiando. Vení por acá, que en la casa no hay nadie.
Una hora y media después -controlada por reloj- estaba de vuelta en la platea de la cancha. Con cara de nada, despeinado y con el cinturón mal abrochado (esto lo descubrí después) me senté en una de las filas de atrás. Al ratito la vi ingresar a la tana, que salió de la casa después que yo. En cuanto pude, me levanté y me fui sigilosamente. La tana estaba embobada mirando a su novio y gritándole frases de aliento. Mientras volvía a Capital miraba el cielo crepuscular y no podía reprimir la sonrisa.

1.6.06

Beat the system
Me llega una invitación para dar una charla en la carrera de marketing de una universidad privada. Primero siento una oleada de pánico. Luego el asunto me da risa. Llamo al director académico de la carrera y le pregunto si se volvió loco. Se ríe y me pregunta cuántos años hace que trabajo en este negocio. Cuando se lo digo, dice que los profesores seniors que están dando charlas tienen en promedio dos años menos que yo en la actividad.
Le pregunto qué clase de charla quieren.
-Algo general, lo que se te ocurra. Podés contar cosas que te pasen en tu trabajo, o nuevas tendencias que estés viendo en la industria. O presentar casos de estudio. Mientras dure una hora y media, está bien.
Me quedo pensando en los centenares de disertaciones a las que asistí cuando estudiaba. ¿Así se deciden?. “¿Hablá de lo que se te ocurra?”. Me quedo pensando en una presentación con power point, animaciones y puntero láser. Mi pánico crece. Cuando tuve que hacerlo, lo hice, pero el proceso siempre se inició con un feroz ataque de pánico seguido de una absoluta tranquilidad mientras hablaba y una descarga de adrenalina en cuanto terminaba la presentación.
Repaso mentalmente las claves de la Retórica de Aristóteles y las partes de un discurso que aprendí en Semiótica. No tengo ganas. Una vez más, no tengo ganas de ceder a la presión del sistema. Ni traje oscuro, ni carpeta con fotocopias para distribuir, ni power point, ni frases hechas que puedan ser anotadas en cuadernos.Me gustaría pararme en la tarima del frente, sacar un libro de Artaud y leerles sus poemas. Primero en francés y luego en castellano. Hacer pausas para observar cómo reaccionan. Supongo que habrá un ligero estremecimiento en esa masa de trajes Armani, un nervioso revoleo de miradas, que flamearán algunas corbatas Hermès de París, que alguno mirará de reojo su reloj Bulova. Y habrá una enorme incomodidad ante esas palabras que no entienden pero que intuyen. Tal vez alguno (uno, aunque sea uno solo) entienda un verso y salga del salón de conferencias un poco distinto de como entró. Ahí está el acto terrorista que no se le ocurrió a Bin Laden: sentar a doscientos yuppies y leerles poesía francesa.
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